Dr. Don Mariano Yela Granizo (ti994) Catedrático emérito de la Facultad de Psicología
Universidad Complutense de Madrid.
* Agradecemos a los
herederos del autor y al Centro de Estudios Sociales del Valle de los Caídos
la autorización para reproducir este
trabajo
Psicología y ética
La razón es clara. La conducta es la
respuesta a una situación. Pero ocurre que el hombre se encuentra, al
responder, con la realidad de aquello a lo que responde, con la obra que al
responder hace, con la acción con que responde y consigo mismo respondiendo. Al
encontrarse con todo ello, y en la medida en que tal encuentro le acontece, se
hace problema de los ingredientes de su conducta y, de alguna manera, se
distancia y dispone de ellos. No puede esquivar, entonces, la tarea de tener
que decidir qué hacer con ellos. De ahí su responsabilidad.
La conducta del hombre es, como la del
animal, ajuste, más o menos logrado, de justeza o
acoplamiento entre sus demandas y posibilidades psico-orgánicas y las del medio
en que vive. Pero, en el caso del hombre, la conducta es asimismo ajuste de justificación. Porque su respuesta consiste, a la vez, en responder a la situación y
responder de su
propia respuesta.
El hombre es, por lo pronto, responsable de aquello a lo que responde. Inicialmente responde, como el animal, a
los estímulos que pueden serlo para él, según su estructura y funcionamiento
orgánicos. No tiene sobre ello responsabilidad alguna. Ve lo que ve, porque
tiene los ojos que tiene. Si tuviera otros, como, por ejemplo, los de la abeja,
vería otros colores. Pero lo que ve no es sólo un estimulo que provoca en él
tal o cual excitación y reacción. Sin dejar de sucederle todo eso, se encuentra
con el estimulo como realidad estimulante, que tiene una u otra significación
en la sociedad y cultura en que vive, a la que el hombre se atiene con mayor o
menor fidelidad y a partir de la cual prosigue la inacabable tarea de atenerse
a la realidad encontrada: qué es, para qué sirve, qué hacer con ella, qué
sentido tiene. En esta distancia entre la realidad encontrada en su conducta y
su conducta misma se inscribe la responsabilidad del hombre. Por lo pronto,
como digo, responsabilidad de aquello a lo que responde. En principio, sólo
puede responder visual mente a cierta zona muy precisa de las radiaciones
electromagnéticas. Pero, en la medida en que de algún modo se encuentra con
ellas y las indaga e interpreta, puede comenzar a disponer de ellas y hacer,
por ejemplo, visualmente dicaces estímulos que naturalmente no lo son, mediante
el periscopio, el telescopio, el microscopio o la televisión, o estímulos que
están fuera de la zona naturalmente visual, mediante la fotografía de rayos
infrarrojos, o incluso estímulos ajenos por entero al campo electromagnético,
transformando, por ejemplo, los sonidos en imágenes visuales mediante el
osciloscopio. Aquello a lo que el hombre responde no es sin más un medio de
estímulos, sino, sin dejar de serlo, es, sobre todo, un mundo de realidades
culturalmente interpretadas y técnicamente modificadas. En buena parte, es
responsable de ese mundo que un día está constituido por piedras y lluvia,
plantas, animales y viento, y otro día, al correr de los siglos, por paisajes,
campos de labranza, jardines y ríos contaminados, ciudades y ruinas, fábricas,
comercios y hospitales, suburbios y escuelas, libros, iglesias, leyes, máquinas
y multitudes. El hombre —éste y aquél, y todos desde el fondo anónimo de la
sociedad— es en alguna medida responsable del mundo en que se encuentra y al
que tiene que atenerse en su conducta; precisamente, en la medida en que ese
mundo al que responde es consecuencia de su acción, su trabajo y su historia.
Lo mismo sucede con la
obra que hace, con la acción por lo que responde y consigo mismo respondiendo.
De todo ello es, en cierto modo, responsable. De la obra, porque no es ésta un hecho bruto, sino un
producto culturalmente significativo, mejor o peor logrado, con tales o cuales
consecuencias para el equilibrio y modificación de la naturaleza y para la vida
humana propia y ajena, que, de alguna manera, el hombre se encuentra y del que
puede más o menos disponer y tiene que justificar. De la acción, porque el hombre, por ejemplo, al ver, se
encuentra con la realidad de su acción visiva, puede hacerse problema de ella,
indagarla y disponer de ella. No sólo ve mejor o peor, o no ve en absoluto,
sino que puede intervenir en su acción de ver y tal vez corregir su miopía o su
presbicia, eliminar sus cataratas o reparar su desprendimiento de retina. Y de si mismo. El hombre se encuentra en su conducta con
su propia realidad y tiene que decidir qué hacer consigo mismo: quién y cómo va
a ser. No sólo se encuentra con que tiene estas o aquellas características,
sino que, al encontrárselas, puede hacerse cuestión de ellas y disponer de
ellas, conferirles un sentido y apropiárselas de alguna manera, según el
proyecto que de sí mismo elabora y la movilización e invención de recursos para
ponerlo en marcha, aproximarse a él, realizarlo o modificarlo.
En todo ello le cabe al hombre una cierta
responsabilidad, y, en la medida en que la tiene, no puede eludir la necesidad
de una justificación, que matiza éticamente, de forma directa o indirecta, toda
la conducta humana.
Tal responsabilidad
varía con los tiempos, según la efectiva manera con que el hombre se encuentra
con su mundo y consigo mismo y según el grado de disponibilidad con que domina
su conducta y sus mecanismos.
No es, por ejemplo, la misma, la
responsabilidad del hombre en el problema de la herencia, ni puede ser la misma
la manera de justificar su conducta, a este respecto, en una sociedad en la que
esté vigente la creencia de que el único modo de adquirir las dotes y virtudes
de otro es comerse su cerebro, que en una sociedad en la que empieza a
descifrarse el código genético del ácido desoxirribonucleico.
Nuestro problema es indagar cuál es la
responsabilidad que aquí y ahora tienen el hombre y la sociedad respecto a la
inteligencia y enunciar los problemas éticos principales que esa
responsabilidad implica.
La inteligencia
Se me ha pedido que, ante todo, ponga en
claro lo que los psicólogos entienden por inteligencia y cómo la miden. No va a
ser fácil. La cuestión de la inteligencia es una de las más turbias y
disputadas de la psicología actual. No puedo ahora entrar a fondo en la
intrincada controversia. Me ceñiré a resumir lo que me parece más claro y
pertinente.
La inteligencia se
refiere al nivel general de desarrollo en el que se inscribe la conducta de los
organismos. Este nivel se considera tanto más alto cuanto más flexible, mediata e innovadora es la conducta. La inteligencia se
manifiesta en el grado en que las respuestas son menos automáticas, siguen
menos inmediatamente a los estímulos —interponiendo entre éstos y la acción
final procesos de elaboración y ensayo progresivamente más interiorizados,
imaginativos y simbólicos—, y permiten la invención de conductas inéditas y
originales.
En el caso del hombre, cabe ordenar
numerosas tareas por el nivel de inteligencia que supuestamente exigen desde el
dominio de reflejos innatos y adquiridos, y de hábitos más o menos
automatizados, hasta el eficaz empleo de las percepciones sensoriales y la
ejecución de movimientos complejos, las coordinaciones sensomotoras y la
repetición, imitación y previsión de movimientos corporales, el aprovechamiento
y elaboración de conexiones entre medios y fines sensorialmente presentes, la
aplicación de esquemas de acción a nuevas situaciones, la comprensión práctica
de nociones sencillas, la solución de problemas mediante la combinación de
acciones concretas, y, finalmente, el uso apropiado de símbolos y signos
lingüísticos y paralingüísticos, la elaboración de operaciones rigurosamente
lógicas y de procesos de inferencia y deducción, de validez universal, y la
capacidad de comprobar y evaluar críticamente el conocimiento y la acción, de
formular nuevos problemas y de descubrir e inventar nuevas perspectivas,
matices y soluciones.
Con tareas de este
tipo, debidamente experimentadas, se construyen los tests de inteligencia. Aplicados a una cierta población o a una
muestra pertinente de ella —que se utiliza como grupo normativo—, se depura el
instrumento, se eligen las tareas empiricamente más adecuadas, se comprueba la
validez del test,
es decir, el grado en
que efectivamente mide lo que pretende, y su fiabilidad, es decir, la precisión
con que lo mide, y se ordenan finalmente las puntuaciones obtenidas por los
sujetos en ciertas escalas indicativas de la cuantía, calidad o nivel de la
inteligencia. El test
puede entonces
utilizarse para apreciar la inteligencia de otros sujetos, comparando sus
resultados con los del grupo normativo.
La investigación empírica y experimental
realizada mediante tests
de este tipo —tal vez
la más rica, amplia y discutida de toda la bibliografía psicológica— permite
llegar a las siguientes conclusiones, que he expuesto con mayor detalle en
otros lugares.
La inteligencia humana es una, en
el sentido de que constituye un solo continuo de covariación: todas las tareas
inteligentes tienen, en general, correlaciones positivas entre si. Este
continuo no es, sin embargo, homogéneo. Hay en él zonas de mayor y menor
covariación. Las zonas de intensa covariación interna ponen de manifiesto
aptitudes diversas. La inteligencia se revela empíricamente como una estructura de múltiples aptitudes covariantes. Las concretas aptitudes que
se desarrollan dependen en buena parte de la interacción entre la dotación
genética y las tareas ambientales sancionadas por cada sociedad, cultura o
subcultura. Pero todas tienden a covariar y a integrarse en una estructura
unitaria. En nuestra sociedad occidental, esta tendencia a la covariación se
intensifica a medida que las tareas requieren mayor abstracción y mayor
comprensión y elaboración de relaciones. La característica más común, saliente
y distintiva de la inteligencia
general en
nuestra cultura parece ser, pues, la abstracción relacionante.
La inteligencia general
opera a través de otras grandes aptitudes covariantes, principalmente la verbal, la técnico-espacial y la lógico-simbólica,
que lo hacen, a su vez,
a través de otras aptitudes covariantes más numerosas y específicas.
Según esto, la inteligencia psicométrica —la que miden los tests— puede apreciarse mediante pruebas que
examinen una muestra abundante de numerosas aptitudes, llamadas escalas
generales de inteligencia, como las de Binet, Terman y Wechsler; o bien
mediante tests
que directamente
examinen tareas abstractivas y relacionantes, a diversos niveles de dificultad,
como son los llamados tests
del factor «g» (factor
general); por ejemplo, las Matrices de Raven o los Dóminos de Anstey.
La inteligencia
psicométrica, asi definida, es una de las variables más importantes e
influyentes en la determinación del nivel de desarrollo de la conducta de los
individuos; es, asimismo, una de las más estudiadas y conocidas y una de las
que permiten formular pronósticos acerca de la eficacia de la conducta en mayor
número de situaciones, a más largo plazo y con mayor acierto.
Es, sin embargo, una sola entre las variables que influyen en la
conducta. Su eficacia depende de su integración en la personalidad total del
sujeto y de las circunstancias en que éste se desarrolla y actúa.
En particular, conviene advertir que
inteligencia psicométrica no equivale sin más a inteligencia. Cabe distinguir,
con suficiente fundamento experimental y clínico, una inteligencia potencial, ligada principalmente a la dotación
genética a través de ciertas características neurológicas iniciales. Una inteligencia funcional, producto de las potencialidades genéticas
y las aferencias ambientales. Una inteligencia psicométrica, que consiste en la medida, de acuerdo con ciertos requisitos técnicos,
de esa inteligencia funcional: su significación depende de su validez de constructo que expresa hasta qué punto se ha
comprobado experimentalmente el contenido teórico de la variable que
representa, y de su vatidez
empírica, que
señala cuáles son las variables con las que guarda correlación y respecto a las
cuales puede fundamentar pronósticos. Y, finalmente, la inteligencia clínica y comportamental, aquella que se manifiesta en la vida
cotidiana y en sus diversas circunstancias, respecto a cada una de las cuales
tiene su peculiar validez
ecológica.
Un sujeto puede disponer de una
inteligencia potencial considerable, malograda, sin embargo, por un desarrollo
inapropiado o patológico. Puede tener una inteligencia funcional elevada y
obtener puntuaciones bajas en los tests de
inteligencia, debido acaso a discrepancias básicas entre los supuestos de la
cultura en que se ha formado la inteligencia del sujeto y la cultura que
presuponen los tests.
Puede tener una
inteligencia psicométrica superior y comportarse necia o caóticamente si, por
ejemplo, su inteligencia opera integrada en una personalidad psicopática.
Con estas salvedades, la inteligencia
psicométrica puede considerarse aproximadamente como una variable cuantitativa y continua que se distribuye en la población general
según la curva
normal o gaussiana, del
mismo modo que lo hacen otras variables más claramente continuas y
cuantitativas, como la estatura. Es verdad que el carácter normal de la
distribución de la inteligencia psicométrica es algo que se procura lograr al
construir el test,
más bien que algo que
se descubre o comprueba. Pero también es cierto que es fácil lograrlo y que
cuando se obtiene dicha distribución normal en una muestra imparcial y
abundante, resulta confirmada en otras muestras pertinentes. Los datos indican,
asimismo, que tales distribuciones normales están deformadas, sobre todo en su
extremo inferior, por una frecuencia excesiva de casos.
Estos datos empíricos
suelen interpretarse suponiendo que la distribución de la inteligencia
psicométrica resulta de la mezcla de dos curvas. Una
es la distribución normal correspondiente a la inteligencia general, ligada a un modelo hereditario
poligénico. Tal inteligencia sería dependiente de un número relativamente
abundante de genes menores, tal vez en torno a 100, cada uno de los cuales
podría estar presente o ausente y ejercer un influjo pequeño, predominantemente
aditivo y equivalente al de los otros. De estos supuestos se seguiría el
carácter gaussiano, efectivamente logrado con facilidad en las distribuciones
empíricas. A esta curva se añadiría, en su extremo inferior, otra correspondiente a casos anómalos y patológicos, debidos a causas endógenas y exógenas.
Los
niveles de la inteligencia: normales, subnormales y su per-dotados
Se han usado nomenclaturas muy diversas
para clasificar a los individuos por su nivel de inteligencia. Una de las más
actuales, tal vez la más fácil de exponer con pocas palabras, es la que se basa
en los cocientes
intelectuales (CI).
El CI de un sujeto es la razón, multiplicada por ciento, entre su edad mental (EM) y su edad cronológica (EC). EM de un sujeto es la edad
cronológica de los sujetos que obtienen,
como media, la misma puntuación que el sujeto. Si un sujeto tiene 10 años,
ésa es su EC. Si obtiene 40 puntos en un test apropiado
de inteligencia general, y 40 puntos es la media obtenida por los sujetos de 12
años, se dice que tiene el desarrollo mental propio de los 12 años o la EM de 12 años. Su CI sería
(EM/EQ100 = (12/10)100 = 120; es decir, un sujeto de inteligencia elevada, cuyo
desarrollo mental es el 120 por 100 del que corresponde a su edad en la
población con la que se le compara.
Las distribuciones empíricas de varias escalas de este tipo resultan
—después de los retoques técnicos oportunos— aproximadamente normales, con una
media en torno a 100 y una desviación típica de 14 a 16. Para lograr un valor
más estrictamente universal, estas escalas suelen construirse hoy transformando
la distribución empírica de cada edad en una distribución normal con una media
de 100 y una desviación típica de 15. La escala asi definida viene a reproducir
las características empíricas de la clásica de CI y asegura que un CI dado
tenga la misma significación cuantitativa cualquiera que sea la edad del
sujeto.
En esta escala suelen
denominarse sujetos normales
los comprendidos entre una
desviación típica por debajo y otra por encima de la media; es decir, en
teoría, aproximadamente el 68 por 100 de los sujetos de la población general
cuyos CI varían entre 85 y 115.
Entre una y dos desviaciones típicas por
encima de la media, se sitúan los sujetos con CI entre 115 y 130, de
inteligencia psicométrica alta: aproximadamente,
un 13,6 por 100.
Por encima de dos
desviaciones típicas, con CI superiores a 130, se encuentra la categoría de
inteligencia superior,
formada por el 2'28 por
100 mejor dotado de los sujetos, y por encima de tres desviaciones típicas, con
CI mayores de 145, el 0'13 por 100 de sujetos de inteligencia muy superior.
Por debajo de la media, entre una y dos
desviaciones típicas, están los sujetos torpes y fronterizos: un 13'6 por 100, con CI entre 85 y 70.
Por debajo de dos
desviaciones típicas se inician las categorías de retrasados: leves o ligeros, el 2'14 por 100, entre 70 y 55; moderados, el 0'13 por 100, entre 55 y 40: graves, el 0'003 por 100, entre 40 y 25, y profundos, un 0'00003 por 100, por debajo de 25.
Como ya advertimos, en las categorías de retrasados graves y, sobre todo, de
profundos, hay una incidencia mucho mayor de casos, debido a los efectos de
síndromes patológicos.
Esta clasificación, exclusivamente psicométrica,
tiene sus ventajas y limitaciones. Señalaré las más importantes.
Debidamente corroborada, mediante la
convergencia de resultados en diversos tests pertinentes
y a lo largo del desarrollo, la inteligencia psicométrica es una de las medidas
más firmemente establecidas en psicología y que proporcionan más rica
información al experto, siempre dentro de los límites que imponen los
coeficientes de validez y fiabilidad de los tests empleados y los valores de utilidad de
las decisiones que permiten tomar.
No deben olvidarse, sin
embargo, ciertas precauciones. No son medidas de una supuesta inteligencia
innata, sino, como dije, de un aspecto de la inteligencia funcional de los
sujetos, resultado de la interacción entre su dotación genética y el
aprovechamiento activo que el sujeto ha hecho de sus oportunidades ambientales.
No se refieren a una
característica fija e inmutable del sujeto. Indican simplemente su nivel
actual, que suele ser, es cierto, bastante estable en circunstancias normales,
pero que puede variar, incluso considerablemente, si ciertas circunstancias
también lo hacen.
Son medidas ligadas a los patrones de
conducta de una cierta cultura. En el caso de los tests más usuales, esta cultura es la
predominante en la sociedad occidental, más bien urbana, industrial y
competitiva, caracterizada por grandes exigencias escolares, académicas,
profesionales, verbales y simbólicas, y por una alta motivación para elegir,
idear y tratar de conseguir metas cada vez más altas, complejas y remotas, en
un clima general de emulación y libre iniciativa.
Tal tipo de
inteligencia no es en todos sus componentes necesariamente universal. No parece
tener, por ejemplo, las propiedades de los rasgos con mayor valor evolutivo,
los que indican más directamente la aptitud de supervivencia o fittness darwiniana. Estos rasgos suelen tener,
como es sabido, escasa heredabilidad, un componente genético no aditivo
elevado, considerable heterosis y depresión por inbreeding. La inteligencia psicométrica no exhibe
estas propiedades. Tiene, por ejemplo, una considerable heredabilidad y su
componente genético aditivo parece ser cuantioso. Nada indica que los sujetos
con mayores CI tengan más probabilidad de conseguir una mayor descendencia
fértil. La inteligencia psicométrica tiene más bien cierto valor cultural, que
habría que precisar, pero que, en todo caso, apunta más a un despliegue
histórico complejo que a una evolución biológica.
De ahí la cautela con que hay que
interpretar las medidas y clasificaciones de la inteligencia psicométrica. No
son nunca del todo medidas absolutas de una inteligencia universal. Son medidas
relativas al tipo de inteligencia que favorece y demanda la cultura en que se
construyen y tipifican los tests utilizados.
Por todas estas razones, las
clasificaciones usuales de normales, subnormales y superdotados, y otras más o
menos equivalentes, exigen considerar la conducta total del sujeto en relación
con las exigencias típicas de una determinada cultura.
Estrictamente hablando, un individuo
mentalmente medio es el que tiene una inteligencia psicométrica media, un
desarrollo normal y una conducta razonablemente ajustada a las demandas
familiares, sociales, escolares y profesionales. Un superdotado es el que tiene
una inteligencia psicométrica superior —un CI al menos mayor de 130—, un
desarrollo generalmente avanzado y una conducta sobresaliente de innovación o
ajuste a las demandas de nuestra sociedad. Un subnormal es el que tiene un CI
considerablemente inferior, menor desde luego de 70, dificultades obvias en su
desarrollo y fallos considerables en su adaptación a las demandas escolares,
profesionales y sociales de nuestra cultura.
Inteligencia y sociedad
¿Qué papel juega la sociedad en relación
con la inteligencia? ¿Qué responsabilidades y deberes ha de atender?
Intentemos precisarlo con respecto a las diversas categorías y niveles.
Los subnormales
•
Los subnormales
clínicos. Entre
los subnormales se destaca, ante todo, un grupo claramente patológico, formado
por sujetos con síndromes complejos, retraso mental grave o profundo, defectos
físicos y orgánicos y anomalías de la personalidad. Sus CI suelen estar por
debajo de 50 —a veces muy por debajo—, su desarrollo general resulta hondamente
perturbado y su capacidad de ajuste a las demandas mínimas de tipo escolar y
social es muy escasa. Requieren un tratamiento psicopedagógico especial y, en
los casos más graves, una custodia y protección permanentes.
Por su etiología se distinguen los
síndromes debidos predominantemente a causas genéticas y los debidos a causas
predominantemente ambientales.
Las causas genéticas suelen consistir en un gen perjudicial o
en una anomalía cromosómica. Se conocen unos 135 síndromes de transmisión
mendeliana que incluyen retraso mental, con frecuencia grave o profundo. La
mayoría de ellos, unos 112, se debe a genes autosómicos recesivos; los demás, a
genes dominantes y a genes gonosómicos.
A genes recesivos están
ligados ciertos casos raros de dismetabolia de aminoácidos y proteínas, como la
fenilcetonuria o imbecillitas
fenilpirúvica —un
trastorno del metabolismo de la fenilalanina que daña el tejido nervioso y
suele rebajar, con frecuencia dramáticamente, el nivel mental—, las
dismetabolias de carbohidratos, como la galactosemia, y las de lípidos, como
las oligofrenias amauróticas, de efectos mentales parecidos.
Otros trastornos
graves, más raros aún, se deben a genes dominantes, como las porfirias, la
corea de Huntington, la esclerosis tuberal, etc.
Mucho más abundantes
son los síndromes patológicos provocados por anomalías cromosómicas. El más
frecuente es el llamado síndrome de Down u oligofrenia mongólica, cuya causa
principal es la presencia de un cromosoma extra en el par autosómico 21 (o,
según los trabajos recientes, en el par 22). Entre el 10 y el 20 por 100 de los
niños retrasados graves y profundos son mongólicos; su incidencia es de 1 cada 600 a 1000 nacidos vivos y su
frecuencia crece con la edad de la madre —de aproximadamente 1 por cada 1.500
nacimientos en madres de 15 a
24 años, a 1 cada 32, en madres mayores de cuarenta y cinco años. Se conocen
muchos otros síndromes con retraso mental ligados a perturbaciones en los
cromosomas, como el de Turner, en mujeres en cuyo cariotipo falta un cromosoma
sexual X y que se caracteriza por un desarrollo sexual imperfecto y una deficiente
inteligencia perceptiva y espacial, dentro de un nivel mental más o menos
corriente, o los numerosos casos de cariotipos de varones y mujeres con más de
un cromosoma X y de varones con más de un cromosoma Y, con retraso mental
generalmente más intenso cuanto más abundantes son los cromosomas sexuales
supernumerarios.
También de origen
genético, y por lo general ligados a genes recesivos, son otros numerosos
síndromes con retraso mental, como los producidos por trastornos endocrinos
—por ejemplo, el cretinismo heriditario, la microcefalia genética, con profundo
déficit mental, y ciertos tipos, poco frecuentes, de parálisis cerebral y
epilepsia, con retrasos mentales muy diversos.
Mucho más frecuentes son los síndromes
clínicos con defecto mental variable, y en muchos casos grave, cuyo origen es
predominantemente ambiental.
Se deben a lesiones,
infecciones y carencias o excesos diferentes, durante el embarazo, el parto y
el período posnatal.
Sólo las parálisis cerebrales producidas
por lesiones suponen cientos de miles de casos, y, aunque no siempre producen
retraso mental grave, con frecuencia los trastornos motores sitúan al paciente
en condiciones sociales, escolares y profesionales semejantes a las que rodean
a los retrasados profundos. Caídas, golpes, tentativas inexpertas de aborto,
traumas en partos difíciles, prematuros o desatendidos y múltiples accidentes
posnatales son causas frecuentes de lesiones cerebrales y retrasos mentales más
o menos profundos.
Son asimismo muy numerosos los trastornos
de este tipo producidos por infecciones, intoxicaciones y enfermedades
diversas. Citemos, por ejemplo, durante el embarazo, la sífilis congénita, la
rubéola de la madre en el primer trimestre del embarazo, las varias infecciones
de protozoos, bacterias y virus, el efecto de tóxicos y drogas, como el
reciente caso de la talidomida; las toxicomanías de la madre o el mero uso
inmoderado por parte de ésta del alcohol o el tabaco, y, después del parto, los
varios casos de encefalitis, meningitis y otras anomalías e infecciones
cerebrales.
Las carencias más notables atañen al
alimento y al oxígeno. La desnutrición pre y posnatal está comprobadamente
asociada con el nivel mental, y, en casos de desnutrición grave o carencia
específica de proteínas, vitaminas o ciertos elementos minerales, puede
ocasionar grave retraso, como sucede con la malnutrición temprana y
persistente, el cretinismo producido por la deficiencia de yodo, o los casos de
pelagra y beri-beri, debidos a carencias de vitaminas. Durante el parto pueden
producirse diversos grados de asfixia y anoxia, cuyos efectos son negativos en
el desarrollo mental.
Entre los excesos nocivos, citemos como
ejemplo el de la radiación excesiva de los padres y del embrión o el feto, que
conduce a múltiples mutaciones, generalmente letales o dañinas, y a varios
tipos de microcefalia, y los casos, no bien conocidos aún, de compresión
abdominal de la madre durante el embarazo, tal vez ligados a situaciones de
conflicto y tensión emotiva.
La copiosa casuística, a la que tan someramente
acabo de aludir, plantea problemas éticos muy delicados. ¿Cómo puede la
sociedad proteger la inteligencia de los hombres que la constituyen? ¿Se pueden
evitar o paliar algunos o todos los casos antes descritos? ¿Cuáles son las
posibilidades de acción y cuáles los problemas éticos que implican?
Sin pretender agotar la cuestión, ni
examinarla desde el punto de vista estrictamente moral —que no es lo que en
esta ocasión se me ha pedido—, creo que cabe señalar con algún rigor cuáles son
los problemas éticos que el tema plantea desde una perspectiva exclusivamente
psicobiológica.
Lo primero, creo, es subrayar la patente
responsabilidad que la sociedad tiene de fomentar la investigación sobre estos casos. No se trata de clasificarlos, sin más, en genéticos
y ambientales. Se trata de conocer el mecanismo preciso por el que actúan estos
factores, siempre, desde luego, en mutua interacción. No hay jamás influjo
genético que no se ejerza sobre ciertas condiciones ambientales, ni ambiente
que no incida sobre un organismo genéticamente dotado. Se trata, en todos los
casos, de coordinar la acción eugenética, procurando la transmisión del mejor mensaje hereditario, con la acción eufenética, procurando las condiciones ambientales
más apropiadas.
Por ejemplo, la oligofrenia fenilpirúvica está producida por un gen
recesivo que perturba el metabolismo de la fenilalanina. Hoy se puede
diagnosticar el desarreglo genético, incluso antes del nacimiento. Una vez
identificado el caso, se pueden evitar o paliar sus efectos, procurando al
recién nacido una dieta con las dosis adecuada de fenilalanina. Lo mismo
acontece con la galactosemia. Precozmente diagnosticada, cosa hoy posible y
nada difícil, se evitan sus efectos eliminando de la dieta la lactosa y la
galactosa. Que un defecto sea genético, no implica necesariamente que sea letal
e inevitable. Depende del conocimiento que se tenga de su mecanismo y de los
medios genéticos o ambientales que puedan ingeniarse para influir en él. Es
deber de la sociedad promover este conocimiento.
En segundo lugar, está claro que hoy no
puede la sociedad desentenderse de estos problemas. Se conocen suficientemente
para exigir un examen
sistemático y
una decisión responsable.
Afectan a la vida
personal y social de numerosos hombres. La indiferencia o la inercia dogmática
en el mantenimiento de normas y costumbres anteriores, cuando se desconocían
los datos que hoy poseemos, es éticamente culpable. Es preciso armonizar el respeto
a la vida humana y a la dignidad del hombre con la exigencia creciente de una paternidad responsable y de una política educativa, sanitaria, psicopedagógica y
económica que procure favorecer al máximo una descendencia libre de taras y en
condiciones de iniciar y proseguir un desarrollo humano congruente con las
exigencias y posibilidades de nuestro tiempo.
En tercer lugar, es
obvio que se necesita promover una potítica eugenética apropiada para controlar los influjos ambientales nocivos. No es fácil, pero es posible y moralmente
obligatoria. No es fácil, porque una parte considerable de la humanidad carece
de recursos para enfrentarse con estos problemas. Está comprobado que en las
clases socioeconómica y culturalmente desfavorecidas de todo el mundo hay una
mayor incidencia de lesiones, infecciones, malnutrición, carencias,
insuficiencias, partos tempranos, tardíos, seguidos y defectuosos,
malformaciones y depauperación ambiental. Es, sin embargo, posible —y por ello
moralmente obligatoria— porque no se ve ningún impedimento absoluto para
eliminar o disminuir estos accidentes o insuficiencias. Hace falta elaborar,
sistematizar y aplicar una política educativa y un consejo prematrimonial y
matrimonial acerca de las pautas adecuadas de alimentación y profilaxis
sanitaria durante el embarazo; de preparación psicomédica para el parto y de
atención personal y técnica adecuada durante el mismo; de protección sanitaria
y alimenticia y de previsión y prevención de accidentes durante el periodo
posnatal. Es claro que no hay justificación ética posible para que continúen,
por ejemplo, los casos de malnutrición o hambre, cuando hay alimentos de sobra;
de cretinismo endémico, fácilmente remediable con dietas de sal yodada; de
profundo retraso mental por infecciones sifilíticas, tuberculosas y de rubéola,
por encefalitis, meningitis o infecciones cerebrales, hoy diagnosticables y
tratables; o de trastornos producidos por incompatibilidades sanguíneas, en la
actualidad previsibles y evitables.
Todo lo dicho implica,
evidentemente, transformaciones profundas de nuestra sociedad, todas posibles,
pero muchas complejas y difíciles en la práctica.
No menos graves son los problemas éticos
que plantean los casos patológicos producidos por causas genéticas. Desde 1883,
en que Galton inició el movimiento eugenético moderno, la cuestión se ha
complicado y degradado por la intromisión de intereses egoístas,
pseudocientíficos, políticos y racistas, hasta terminar, a veces, en genocidios
y holocaustos denunciados o tácitos.
Está claro, sin embargo, que la sociedad
tiene la obligación de informar a
todos, seria y objetivamente, sobre estas cuestiones; que tiene que hacer
extensiva a todos una política de consejo eugenético que promueva la paternidad responsable. Se ha de ser consciente, por
ejemplo, de que con la edad de la madre crece considerablemente el riesgo de
una descendencia tarada por la oligofrenia mongoloide, riesgo incrementado
cuando un examen citogenético, que convendría hacer sistemáticamente a futuras
madres de más de cuarenta años, descubre la presencia de ciertas anomalías
cromosómicas. Se ha de saber que la reproducción de consanguíneos aumenta el
riesgo de descendencia gravemente dañada, en los casos de genes recesivos
patológicos.
Está claro, asimismo, que convendría
realizar en todos los casos pertinentes, el diagnóstico precoz intrauterino de defectos genéticos, para aplicar,
cuando proceda, el tratamiento que elimine los efectos dañinos, como es hoy
posible en los ejemplos antes citados de las oligofrenias fenilpirúvicas y
galactosémicas.
Otras medidas plantean problemas éticos
sumamente delicados. En el caso de grave defecto mental originado por un gen
dominante, los padres portadores son fácilmente localizables, porque padecen el
síndrome. Se eliminaría la enfermedad por entero si se consiguiera evitar que
todos los afectados de una generación tuvieran descendencia. El problema, sin
embargo, no es sencillo. ¿Cómo se logra esto? ¿Hasta qué punto es ética la
coacción —prohibición, internamiento, esterilización, etc.— en estos casos?
Incluso si se descartan todos los excesos y manipulaciones inmorales —si se
evita que el hombre sea tratado como un instrumento o una cosa al servicio de
los intereses de otros o de la sociedad—, hay que tener en cuenta, primero, que
la rareza de estos casos haría casi nulo el efecto de su eliminación en el
nivel mental de la población general; segundo, que hay casos de aparición
tardía del síndrome, más difíciles de identificar antes de tener descendencia,
y, tercero, que estos genes se pueden producir y producen por mutaciones que
pudieran reintroducir en generaciones sucesivas los mismos u otros trastornos.
Las mismas dudas y argumentos se
extienden al caso de los genes recesivos, con el agravante adicional de que los
padres heterocigóticos no manifiestan el síndrome que transmiten. Se ha
calculado, por ejemplo, que si se evitase la descendencia de padres
fenotipicamente afectados por un alelo recesivo con una incidencia de 0,01,
como es aproximadamente el caso de la fenilcetonuria, se requerirían unos tres
mil años para reducir esta frecuencia a la mitad.
La responsabilidad
moral parece exigir, más bien, no regatear esfuerzos para promover y mejorar la
profilaxis ambiental y el consejo genético, y cuando éstos no son suficientes,
examinar a fondo las implicaciones éticas y las posibilidades técnicas de la ingeniería genética —todavía apenas incoada, pero ya
prometedora, para modificar los códigos anómalos— y de los métodos de inseminación artificial pertinente, por lo demás ya practicados por
decenas de millares al margen de estos fines.
Con las reservas éticas
ya apuntadas, en las sociedades y con los individuos para los que sea moral
mente aceptable, y con el objeto de lograr un hijo libre de graves taras y
contribuir en lo posible a la iniciación de una nueva vida con las mejores
posibilidades de desarrollo personal y social, se dispone hoy, finalmente, de
procedimientos anticonceptivos,
que pueden ser
selectivamente utilizados, y del aborto eugenético, guiado por el diagnóstico precoz por amniocentesis, hasta lograr una
descendencia sana. Es claro que el aborto deliberado plantea, en todo caso, la
inexcusable obligación moral de justificar el homicidio de un inocente, ya que,
desde la concepción, se inicia en el cigote una epigénesis específica e
individualmente humana.
Por lo demás, es deber
de la sociedad atender de la mejor manera posible los casos existentes de grave
defecto mental. Requieren todos un cuidado especial, tanto médico como
psicológico y pedagógico, desde luego adecuado a su nivel, pero, en cualquier
caso, lo más temprano posible, para el establecimiento precoz, desde los
primeros meses de la vida, de vínculos afectivos y pautas de conducta
favorables al desarrollo. Exigen todos, asimismo, la aplicación de terapias
específicas para el aprendizaje de hábitos de cuidado personal y convivencia
social, la enseñanza en clases especiales, combinada con la práctica de
relaciones con niños y mayores normales; una psicopedagogía encaminada
predominantemente a la orientación y formación profesional en tareas
accesibles, y la disposición de puestos de trabajo en empresas y en
instituciones terapéuticas para aprovechar al máximo las posibilidades de cada
individuo y facilitarle la experiencia de sentirse útil y valioso para sí mismo
y para los demás.
La inteligencia general subnormal
Mucho más abundantes son los casos de
retraso mental sin anomalía genética o accidente ambiental conocido. Su
inteligencia psicométrica puede variar desde la torpeza más o menos acusada —CI
entre 70 y 85— al defecto ligero y moderado, más o menos grave —hasta CI en
torno a 50—, siendo raros los casos de inteligencia inferior a estos niveles.
Son sujetos, en general, física y orgánicamente normales, aunque en ellos sea
relativamente alta la incidencia de defectos sensomotores y enfermedades.
Tienen dificultades en su desarrollo y, sobre todo, en su ajuste escolar. En
los casos de CI cercanos a 50 son, con frecuencia, incapaces de seguir las
clases normales de la escuela.
El nivel de su
inteligencia se debe, en parte, a los efectos de su dotación genética, según el
modelo poligénico antes mencionado. El peso de la herencia en la inteligencia
general se expresa mediante el cociente de heredabilidad, que es la razón entre la varianza genotípica y la fenotípica. Las
diversas estimaciones de este índice lo sitúan en torno a 0'75. Por razones que
he expuesto en otros lugares —fundamentalmente debido al cruce electivo o
isofenogamia, a la interacción estadística y a la correlación entre genotipo y
ambiente—, creo que esta estimación es exagerada. Los datos más bien sugieren
que la heredabilidad de la inteligencia se sitúa en nuestra sociedad entre 0'40
y 0'60. Lo cual significa que los factores genotípicos explican aproximadamente
entre la mitad y las dos terceras partes de las diferencias individuales en
inteligencia. El peso de la herencia es notable en nuestra cultura, pero deja
amplio margen al influjo del ambiente. Margen que no es, por lo demás,
inmutable, pues sin alterar la heredabilidad puede mejorarse el nivel general
de la inteligencia fenotípica, como viene sucediendo en los últimos decenios, y
la heredabilidad puede modificarse si cambian o hacemos cambiar las
circunstancias genéticas o las ambientales, o ambas. En la actualidad, según
estos datos y suponiendo, como dijimos, que la desviación típica de la
inteligencia fenotípica es igual a 15, el error típico de estimación del
fenotipo viene a ser de 10 puntos de CI. Lo cual significa que si tomamos
numerosos individuos al azar, normalmente dotados—con CI genotípico igual a
100—, su inteligencia psicométrica será considerablemente variada, según una
distribución normal con una desviación típica en torno a 10. El 95 por 100
medio de esos casos variará en inteligencia, por influjo aleatorio del
ambiente, entre aproximadamente 80 y 120 de CI; es decir, desde cerca de los
límites del retraso mental hasta una inteligencia alta.
Si agregamos que las
circunstancias ambientales no son necesariamente aleatorias, sino que dependen
en buena parte de las oportunidades que a los diversos grupos y clases ofrece
la sociedad, el peso del ambiente cobra mayor relieve. En manos de la sociedad
está aumentar este influjo, en sentido positivo, disponiendo las condiciones
ambientales de la forma más favorable posible.
Si consideramos, finalmente,
que el rendimiento escolar y profesional, y los diversos matices de la
inteligencia clínica y de la adaptación social dependen mucho más fuertemente
de la experiencia, y que los hábitos aprendidos, los proyectos, las actitudes y
las formas de vida se deben sobre todo a las circunstancias ambientales, parece
claro que, sin menospreciar el fondo genético, que delimita, sin duda, ciertas
potencialidades, el nivel funcional de la conducta viene determinado, dentro de
esos límites, por las aferencias ambientales y el uso activo que la sociedad y
el individuo hacen de ellas.
Los superdotados
Es el último punto que me han pedido que
comente. No hay ya holgura para hacerlo con el mínimo de extensión. Mientras
llega el momento de examinar el tema con más calma, permitan que me limite a
enunciar sumariamente alguno de sus aspectos más distintivos.
La inteligencia
superior es uno de los recursos más valiosos, fecundos y polivalentes de la
sociedad. Se debe, como la distribución entera de la inteligencia, a la acción
conjunta de la herencia y el medio. Pero está claro que, si bien no parece
fácil hacer un genio de un débil mental por mucho que mejoremos su ambiente, no
parece, por el contrario, muy difícil hacer un retrasado de un genio si, desde
su nacimiento, le condenamos a un ambiente de privación extrema.
Por lo demás, el sujeto
de inteligencia superior suele ser muy capaz de mantener su ventaja en un
amplio margen de circunstancias ambientales. Los sujetos de CI muy altos —por
encima de 130 y, más especialmente, por encima de 145— son de muy diversa
procedencia socioeconómica y cultural. Predominan, sin embargo, los que
proceden de las clases cultural, social y económicamente más favorecidas y se
ha comprobado que si los sujetos con un CI superior se dividen en dos grupos,
uno de más alto y otro de más bajo rendimiento académico y profesional, el
grupo más alto ha disfrutado, desde su infancia, de condiciones ambientales más
favorables. Asimismo sobresalen los que han sido atendidos en clases
especiales, psicopedagógicamente adaptadas a sus aptitudes.
No parece correcta la imagen popular que
considera al superdotado y al genio como un sujeto inestable, difícil, poco
equilibrado, más o menos extravagante y lindero con la locura. Por supuesto, se
dan entre ellos todos estos casos, pero, en general, con mucha menos frecuencia
que entre los demás sujetos El individuo muy superior en inteligencia tiende,
en el promedio, a ser superior en todo.
No hay que confundir,
sin embargo, al superdotado con el genio, como no es lo mismo la inteligencia
superior que la creatividad. La inteligencia psicométrica superior es una
condición al parecer necesaria, pero de ninguna manera suficiente par alcanzar
el nivel del genio creador.
La sociedad suele, incluso sin
proponérselo, ir disciplinando la originalidad de los mejor dotados para
ajustaría a las pautas de conducta habituales, más conocidas y comprobadas y
que producen, por eso, mayor seguridad y menor desasosiego.
El genio tiene que vencer estas
dificultades. Le hace falta una inteligencia superior, pero también una
orientación personal peculiar, en la que sobresalen la dedicación absorbente,
la originalidad, la flexibilidad, la evaluación crítica y el valor para
resistir contratiempos, amenazas, peligros e incomprensiones. La sociedad debe
esforzarse por estimular, desde la infancia, estas cualidades, procurando
alcanzar un equilibrio, al nivel que demanden los tiempos, entre la libertad
innovadora y la exigencia crítica de calidad.
Consideraciones finales
El hombre es, a través
de su historia, responsable en diversa cualidad y cuantía de su conducta. Su
responsabilidad depende de la medida en que dispone de sí mismo y de sus
mecanismos psico-orgánicos.
La inteligencia es,
desde el punto de vista psico-biológico, uno de esos mecanismos, tal vez el más
importante. Resultado de la dotación genética y de lo que el sujeto hace con
ella en el ambiente físico, cultural e interhumano en el que nace y se
desarrolla, el hombre es responsable de su inteligencia en la medida en que se
hace cargo de los mecanismos genéticos y ambientales que en él, la influyen y
puede intervenir en los modos específicos de su interacción.
La inteligencia no es,
desde luego, todo. Lo decisivo no es ella, sino lo que con ella se hace. Pero
mal puede hacerse nada si no se tiene, y difícilmente puede hacerse mucho si se
tiene poca.
Cuidar el desarrollo de
la inteligencia, evitar la transmisión de mensajes genéticos anómalos, prevenir
accidentes ambientales que rebajen patológicamente su nivel, utilizar al máximo
los recursos apropiados para estimular el crecimiento mental, y extender estos
recursos a todos los hombres, son tareas, en muchos de sus aspectos, hoy
perfectamente posibles y constituyen una de las responsabilidades de más hondo
sentido ético de nuestra sociedad.
Fundada en el respeto a la vida y a la
persona, sin degradar al hombre en ningún caso a la condición de cosa, útil o
mercancía al servicio de otros fines, la sociedad debe promover al máximo la
libertad, la iniciativa y la creatividad de los hombres y los grupos, dentro de
los límites que en cada circunstancia aconseje el equilibrio ecológico y la
justicia personal y social.
Debe procurar que todos
los hombres puedan iniciar la constitución y apropiación de su personalidad en
condiciones favorables, en un mundo inicialmente acogedor y estimulante en el
que cada uno encuentre alimento, salud y protección, estimulación precoz
adecuada, condiciones culturales a la altura de los tiempos y un contexto
humano que le permita establecer los vínculos afectivos que necesita. Debe
organizar un sistema de enseñanza escolar, profesional y social que aproveche
de la mejor manera posible las diversas aptitudes, alentar la convivencia en el
mutuo respeto a la libertad, para promover el libre desarrollo de cada uno, y
elaborar medios terapéuticos para corregir las desviaciones específicas que
puedan surgir.
Debe reconocer y aprovechar, en fin, la
riqueza que suponen las inmensas diferencias entre los individuos, procurando,
al mismo tiempo, extender a todos los hombres la igualdad de oportunidades y a
todos los trabajos la igualdad de dignidad humana. Igualdad de oportunidades,
es decir, que cada uno encuentre las condiciones que mejor favorecen su
desarrollo y que éste no se detenga, retrase o perturbe por defectos genéticos
evitables o por circunstancias ambientales injustamente nocivas. Igualdad de
dignidad humana en todos los trabajos, es decir, que cada uno pueda encontrar
en el que conviene a sus aptitudes la posibilidad de hacerse dueño de sí mismo
y de servir a los demás.
BIBLIOGRAFÍA
Los siguientes trabajos
pueden servir de introducción bibliográfica al tema y contienen una amplia
selección de referencias a las principales obras e investigaciones sobre el
mismo.
BUTCHER, H. J., La inteligencia humana (Marova, Madrid 1974).
TELFORD Ch. W., y SAWREY, J. M., El individuo excepcional (Prentice Hall International, Madrid
1973).
YELA, M., «Familia y nivel mental», en PROF. CARBALLO y otros. La familia, diálogo recuperable (Karpos, Madrid 1976).
— «Herencia y ambiente en el desarrollo
psíquico», en el libro Manual de Psiquiatría (Karpos, Madrid 1980).
—
«La estructura diferencial de la inteligencia», en Rev. Psicol. Gral. y Aplicada (1976) 31 p.591-605.
ZAZZO, R., Los débiles mentales (Fontanella, Barcelona 1973).
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