viernes, 1 de junio de 2012

INTELIGENCIA Y SOCIEDAD: SUBNORMALES Y SUPERDOTADOS


Dr. Don Mariano Yela Granizo (ti994) Catedrático emérito de la Facultad de Psicología Universidad Complutense de Madrid.

* Agradecemos a los herederos del autor y al Centro de Estudios Sociales del Valle de los Caídos
la autorización para reproducir este trabajo

Psicología y ética

La Psicología, en cuanto ciencia de la conducta, no puede eludir la perspectiva ética. No se trata de que el psicólogo valore éticamente la conducta, asunto ajeno a su competencia; se trata de que el psicólogo descubre inevitablemente lo ético en el análisis psicológico de la conducta.
La razón es clara. La conducta es la respuesta a una situación. Pero ocurre que el hombre se encuentra, al responder, con la realidad de aquello a lo que responde, con la obra que al responder hace, con la acción con que responde y consigo mismo respondiendo. Al encontrarse con todo ello, y en la medida en que tal encuentro le acontece, se hace problema de los ingredientes de su conducta y, de alguna manera, se distancia y dispone de ellos. No puede esquivar, entonces, la tarea de tener que decidir qué hacer con ellos. De ahí su responsabilidad.
La conducta del hombre es, como la del animal, ajuste, más o menos logrado, de justeza o acoplamiento entre sus demandas y posibilidades psico-orgánicas y las del medio en que vive. Pero, en el caso del hombre, la conducta es asimismo ajuste de justificación. Porque su respuesta consiste, a la vez, en responder a la situación y responder de su propia respuesta.
El hombre es, por lo pronto, responsable de aquello a lo que responde. Inicialmente responde, como el animal, a los estímulos que pueden serlo para él, según su estructura y funcionamiento orgánicos. No tiene sobre ello responsabilidad alguna. Ve lo que ve, porque tiene los ojos que tiene. Si tuviera otros, como, por ejemplo, los de la abeja, vería otros colores. Pero lo que ve no es sólo un estimulo que provoca en él tal o cual excitación y reacción. Sin dejar de sucederle todo eso, se encuentra con el estimulo como realidad estimulante, que tiene una u otra significación en la sociedad y cultura en que vive, a la que el hombre se atiene con mayor o menor fidelidad y a partir de la cual prosigue la inacabable tarea de atenerse a la realidad encontrada: qué es, para qué sirve, qué hacer con ella, qué sentido tiene. En esta distancia entre la realidad encontrada en su conducta y su conducta misma se inscribe la responsabilidad del hombre. Por lo pronto, como digo, responsabilidad de aquello a lo que responde. En principio, sólo puede responder visual mente a cierta zona muy precisa de las radiaciones electromagnéticas. Pero, en la medida en que de algún modo se encuentra con ellas y las indaga e interpreta, puede comenzar a disponer de ellas y hacer, por ejemplo, visualmente dicaces estímulos que naturalmente no lo son, mediante el periscopio, el telescopio, el microscopio o la televisión, o estímulos que están fuera de la zona naturalmente visual, mediante la fotografía de rayos infrarrojos, o incluso estímulos ajenos por entero al campo electromagnético, transformando, por ejemplo, los sonidos en imágenes visuales mediante el osciloscopio. Aquello a lo que el hombre responde no es sin más un medio de estímulos, sino, sin dejar de serlo, es, sobre todo, un mundo de realidades culturalmente interpretadas y técnicamente modificadas. En buena parte, es responsable de ese mundo que un día está constituido por piedras y lluvia, plantas, animales y viento, y otro día, al correr de los siglos, por paisajes, campos de labranza, jardines y ríos contaminados, ciudades y ruinas, fábricas, comercios y hospitales, suburbios y escuelas, libros, iglesias, leyes, máquinas y multitudes. El hombre —éste y aquél, y todos desde el fondo anónimo de la sociedad— es en alguna medida responsable del mundo en que se encuentra y al que tiene que atenerse en su conducta; precisamente, en la medida en que ese mundo al que responde es consecuencia de su acción, su trabajo y su historia.
Lo mismo sucede con la obra que hace, con la acción por lo que responde y consigo mismo respondiendo. De todo ello es, en cierto modo, responsable. De la obra, porque no es ésta un hecho bruto, sino un producto culturalmente significativo, mejor o peor logrado, con tales o cuales consecuencias para el equilibrio y modificación de la naturaleza y para la vida humana propia y ajena, que, de alguna manera, el hombre se encuentra y del que puede más o menos disponer y tiene que justificar. De la acción, porque el hombre, por ejemplo, al ver, se encuentra con la realidad de su acción visiva, puede hacerse problema de ella, indagarla y disponer de ella. No sólo ve mejor o peor, o no ve en absoluto, sino que puede intervenir en su acción de ver y tal vez corregir su miopía o su presbicia, eliminar sus cataratas o reparar su desprendimiento de retina. Y de si mismo. El hombre se encuentra en su conducta con su propia realidad y tiene que decidir qué hacer consigo mismo: quién y cómo va a ser. No sólo se encuentra con que tiene estas o aquellas características, sino que, al encontrárselas, puede hacerse cuestión de ellas y disponer de ellas, conferirles un sentido y apropiárselas de alguna manera, según el proyecto que de sí mismo elabora y la movilización e invención de recursos para ponerlo en marcha, aproximarse a él, realizarlo o modificarlo.
En todo ello le cabe al hombre una cierta responsabilidad, y, en la medida en que la tiene, no puede eludir la necesidad de una justificación, que matiza éticamente, de forma directa o indirecta, toda la conducta humana.
Tal responsabilidad varía con los tiempos, según la efectiva manera con que el hombre se encuentra con su mundo y consigo mismo y según el grado de disponibilidad con que domina su conducta y sus mecanismos.
No es, por ejemplo, la misma, la responsabilidad del hombre en el problema de la herencia, ni puede ser la misma la manera de justificar su conducta, a este respecto, en una sociedad en la que esté vigente la creencia de que el único modo de adquirir las dotes y virtudes de otro es comerse su cerebro, que en una sociedad en la que empieza a descifrarse el código genético del ácido desoxirribonucleico.
Nuestro problema es indagar cuál es la responsabilidad que aquí y ahora tienen el hombre y la sociedad respecto a la inteligencia y enunciar los problemas éticos principales que esa responsabilidad implica.

La inteligencia
Se me ha pedido que, ante todo, ponga en claro lo que los psicólogos entienden por inteligencia y cómo la miden. No va a ser fácil. La cuestión de la inteligencia es una de las más turbias y disputadas de la psicología actual. No puedo ahora entrar a fondo en la intrincada controversia. Me ceñiré a resumir lo que me parece más claro y pertinente.
La inteligencia se refiere al nivel general de desarrollo en el que se inscribe la conducta de los organismos. Este nivel se considera tanto más alto cuanto más flexible, mediata e innovadora es la conducta. La inteligencia se manifiesta en el grado en que las respuestas son menos automáticas, siguen menos inmediatamente a los estímulos —interponiendo entre éstos y la acción final procesos de elaboración y ensayo progresivamente más interiorizados, imaginativos y simbólicos—, y permiten la invención de conductas inéditas y originales.
En el caso del hombre, cabe ordenar numerosas tareas por el nivel de inteligencia que supuestamente exigen desde el dominio de reflejos innatos y adquiridos, y de hábitos más o menos automatizados, hasta el eficaz empleo de las percepciones sensoriales y la ejecución de movimientos complejos, las coordinaciones sensomotoras y la repetición, imitación y previsión de movimientos corporales, el aprovechamiento y elaboración de conexiones entre medios y fines sensorialmente presentes, la aplicación de esquemas de acción a nuevas situaciones, la comprensión práctica de nociones sencillas, la solución de problemas mediante la combinación de acciones concretas, y, finalmente, el uso apropiado de símbolos y signos lingüísticos y paralingüísticos, la elaboración de operaciones rigurosamente lógicas y de procesos de inferencia y deducción, de validez universal, y la capacidad de comprobar y evaluar críticamente el conocimiento y la acción, de formular nuevos problemas y de descubrir e inventar nuevas perspectivas, matices y soluciones.
Con tareas de este tipo, debidamente experimentadas, se construyen los tests de inteligencia. Aplicados a una cierta población o a una muestra pertinente de ella —que se utiliza como grupo normativo—, se depura el instrumento, se eligen las tareas empiricamente más adecuadas, se comprueba la validez del test, es decir, el grado en que efectivamente mide lo que pretende, y su fiabilidad, es decir, la precisión con que lo mide, y se ordenan finalmente las puntuaciones obtenidas por los sujetos en ciertas escalas indicativas de la cuantía, calidad o nivel de la inteligencia. El test puede entonces utilizarse para apreciar la inteligencia de otros sujetos, comparando sus resultados con los del grupo normativo.
La investigación empírica y experimental realizada mediante tests de este tipo —tal vez la más rica, amplia y discutida de toda la bibliografía psicológica— permite llegar a las siguientes conclusiones, que he expuesto con mayor detalle en otros lugares.
La inteligencia humana es una, en el sentido de que constituye un solo continuo de covariación: todas las tareas inteligentes tienen, en general, correlaciones positivas entre si. Este continuo no es, sin embargo, homogéneo. Hay en él zonas de mayor y menor covariación. Las zonas de intensa covariación interna ponen de manifiesto aptitudes diversas. La inteligencia se revela empíricamente como una estructura de múltiples aptitudes covariantes. Las concretas aptitudes que se desarrollan dependen en buena parte de la interacción entre la dotación genética y las tareas ambientales sancionadas por cada sociedad, cultura o subcultura. Pero todas tienden a covariar y a integrarse en una estructura unitaria. En nuestra sociedad occidental, esta tendencia a la covariación se intensifica a medida que las tareas requieren mayor abstracción y mayor comprensión y elaboración de relaciones. La característica más común, saliente y distintiva de la inteligencia general en nuestra cultura parece ser, pues, la abstracción relacionante.
La inteligencia general opera a través de otras grandes aptitudes covariantes, principalmente la verbal, la técnico-espacial y la lógico-simbólica, que lo hacen, a su vez, a través de otras aptitudes covariantes más numerosas y específicas.
Según esto, la inteligencia psicométrica —la que miden los tests— puede apreciarse mediante pruebas que examinen una muestra abundante de numerosas aptitudes, llamadas escalas generales de inteligencia, como las de Binet, Terman y Wechsler; o bien mediante tests que directamente examinen tareas abstractivas y relacionantes, a diversos niveles de dificultad, como son los llamados tests del factor «g» (factor general); por ejemplo, las Matrices de Raven o los Dóminos de Anstey.
La inteligencia psicométrica, asi definida, es una de las variables más importantes e influyentes en la determinación del nivel de desarrollo de la conducta de los individuos; es, asimismo, una de las más estudiadas y conocidas y una de las que permiten formular pronósticos acerca de la eficacia de la conducta en mayor número de situaciones, a más largo plazo y con mayor acierto.
Es, sin embargo, una sola entre las variables que influyen en la conducta. Su eficacia depende de su integración en la personalidad total del sujeto y de las circunstancias en que éste se desarrolla y actúa.
En particular, conviene advertir que inteligencia psicométrica no equivale sin más a inteligencia. Cabe distinguir, con suficiente fundamento experimental y clínico, una inteligencia potencial, ligada principalmente a la dotación genética a través de ciertas características neurológicas iniciales. Una inteligencia funcional, producto de las potencialidades genéticas y las aferencias ambientales. Una inteligencia psicométrica, que consiste en la medida, de acuerdo con ciertos requisitos técnicos, de esa inteligencia funcional: su significación depende de su validez de constructo que expresa hasta qué punto se ha comprobado experimentalmente el contenido teórico de la variable que representa, y de su vatidez empírica, que señala cuáles son las variables con las que guarda correlación y respecto a las cuales puede fundamentar pronósticos. Y, finalmente, la inteligencia clínica y comportamental, aquella que se manifiesta en la vida cotidiana y en sus diversas circunstancias, respecto a cada una de las cuales tiene su peculiar validez ecológica.
Un sujeto puede disponer de una inteligencia potencial considerable, malograda, sin embargo, por un desarrollo inapropiado o patológico. Puede tener una inteligencia funcional elevada y obtener puntuaciones bajas en los tests de inteligencia, debido acaso a discrepancias básicas entre los supuestos de la cultura en que se ha formado la inteligencia del sujeto y la cultura que presuponen los tests. Puede tener una inteligencia psicométrica superior y comportarse necia o caóticamente si, por ejemplo, su inteligencia opera integrada en una personalidad psicopática.
Con estas salvedades, la inteligencia psicométrica puede considerarse aproxima­damente como una variable cuantitativa y continua que se distribuye en la población general según la curva normal o gaussiana, del mismo modo que lo hacen otras variables más claramente continuas y cuantitativas, como la estatura. Es verdad que el carácter normal de la distribución de la inteligencia psicométrica es algo que se procura lograr al construir el test, más bien que algo que se descubre o comprueba. Pero también es cierto que es fácil lograrlo y que cuando se obtiene dicha distribución normal en una muestra imparcial y abundante, resulta confirmada en otras muestras pertinentes. Los datos indican, asimismo, que tales distribuciones normales están deformadas, sobre todo en su extremo inferior, por una frecuencia excesiva de casos.
Estos datos empíricos suelen interpretarse suponiendo que la distribución de la inteligencia psicométrica resulta de la mezcla de dos curvas. Una es la distribución normal correspondiente a la inteligencia general, ligada a un modelo hereditario poligénico. Tal inteligencia sería dependiente de un número relativamente abundante de genes menores, tal vez en torno a 100, cada uno de los cuales podría estar presente o ausente y ejercer un influjo pequeño, predominantemente aditivo y equivalente al de los otros. De estos supuestos se seguiría el carácter gaussiano, efectivamente logrado con facilidad en las distribuciones empíricas. A esta curva se añadiría, en su extremo inferior, otra correspondiente a casos anómalos y patológicos, debidos a causas endógenas y exógenas.



Los niveles de la inteligencia: normales, subnormales y su per-dotados
Se han usado nomenclaturas muy diversas para clasificar a los individuos por su nivel de inteligencia. Una de las más actuales, tal vez la más fácil de exponer con pocas palabras, es la que se basa en los cocientes intelectuales (CI). El CI de un sujeto es la razón, multiplicada por ciento, entre su edad mental (EM) y su edad cronológica (EC). EM de un sujeto es la edad cronológica de los sujetos que obtienen, como media, la misma puntuación que el sujeto. Si un sujeto tiene 10 años, ésa es su EC. Si obtiene 40 puntos en un test apropiado de inteligencia general, y 40 puntos es la media obtenida por los sujetos de 12 años, se dice que tiene el desarrollo mental propio de los 12 años o la EM de 12 años. Su CI sería (EM/EQ100 = (12/10)100 = 120; es decir, un sujeto de inteligencia elevada, cuyo desarrollo mental es el 120 por 100 del que corresponde a su edad en la población con la que se le compara.
Las distribuciones empíricas de varias escalas de este tipo resultan —después de los retoques técnicos oportunos— aproximadamente normales, con una media en torno a 100 y una desviación típica de 14 a 16. Para lograr un valor más estrictamente universal, estas escalas suelen construirse hoy transformando la distribución empírica de cada edad en una distribución normal con una media de 100 y una desviación típica de 15. La escala asi definida viene a reproducir las características empíricas de la clásica de CI y asegura que un CI dado tenga la misma significación cuantitativa cualquiera que sea la edad del sujeto.
En esta escala suelen denominarse sujetos normales los comprendidos entre una desviación típica por debajo y otra por encima de la media; es decir, en teoría, aproximadamente el 68 por 100 de los sujetos de la población general cuyos CI varían entre 85 y 115.
Entre una y dos desviaciones típicas por encima de la media, se sitúan los sujetos con CI entre 115 y 130, de inteligencia psicométrica alta: aproximadamente, un 13,6 por 100.
Por encima de dos desviaciones típicas, con CI superiores a 130, se encuentra la categoría de inteligencia superior, formada por el 2'28 por 100 mejor dotado de los sujetos, y por encima de tres desviaciones típicas, con CI mayores de 145, el 0'13 por 100 de sujetos de inteligencia muy superior.
Por debajo de la media, entre una y dos desviaciones típicas, están los sujetos torpes y fronterizos: un 13'6 por 100, con CI entre 85 y 70.
Por debajo de dos desviaciones típicas se inician las categorías de retrasados: leves o ligeros, el 2'14 por 100, entre 70 y 55; moderados, el 0'13 por 100, entre 55 y 40: graves, el 0'003 por 100, entre 40 y 25, y profundos, un 0'00003 por 100, por debajo de 25. Como ya advertimos, en las categorías de retrasados graves y, sobre todo, de profundos, hay una incidencia mucho mayor de casos, debido a los efectos de síndromes patológicos.
Esta clasificación, exclusivamente psicométrica, tiene sus ventajas y limitaciones. Señalaré las más importantes.
Debidamente corroborada, mediante la convergencia de resultados en diversos tests pertinentes y a lo largo del desarrollo, la inteligencia psicométrica es una de las medidas más firmemente establecidas en psicología y que proporcionan más rica información al experto, siempre dentro de los límites que imponen los coeficientes de validez y fiabilidad de los tests empleados y los valores de utilidad de las decisiones que permiten tomar.
No deben olvidarse, sin embargo, ciertas precauciones. No son medidas de una supuesta inteligencia innata, sino, como dije, de un aspecto de la inteligencia funcional de los sujetos, resultado de la interacción entre su dotación genética y el aprovechamiento activo que el sujeto ha hecho de sus oportunidades ambientales.
No se refieren a una característica fija e inmutable del sujeto. Indican simplemente su nivel actual, que suele ser, es cierto, bastante estable en circunstancias normales, pero que puede variar, incluso considerablemente, si ciertas circunstancias también lo hacen.
Son medidas ligadas a los patrones de conducta de una cierta cultura. En el caso de los tests más usuales, esta cultura es la predominante en la sociedad occidental, más bien urbana, industrial y competitiva, caracterizada por grandes exigencias escolares, académicas, profesionales, verbales y simbólicas, y por una alta motivación para elegir, idear y tratar de conseguir metas cada vez más altas, complejas y remotas, en un clima general de emulación y libre iniciativa.
Tal tipo de inteligencia no es en todos sus componentes necesariamente universal. No parece tener, por ejemplo, las propiedades de los rasgos con mayor valor evolutivo, los que indican más directamente la aptitud de supervivencia o fittness darwiniana. Estos rasgos suelen tener, como es sabido, escasa heredabilidad, un componente genético no aditivo elevado, considerable heterosis y depresión por inbreeding. La inteligencia psicométrica no exhibe estas propiedades. Tiene, por ejemplo, una considerable heredabilidad y su componente genético aditivo parece ser cuantioso. Nada indica que los sujetos con mayores CI tengan más probabilidad de conseguir una mayor descen­dencia fértil. La inteligencia psicométrica tiene más bien cierto valor cultural, que habría que precisar, pero que, en todo caso, apunta más a un despliegue histórico complejo que a una evolución biológica.
De ahí la cautela con que hay que interpretar las medidas y clasificaciones de la inteligencia psicométrica. No son nunca del todo medidas absolutas de una inteligencia universal. Son medidas relativas al tipo de inteligencia que favorece y demanda la cultura en que se construyen y tipifican los tests utilizados.
Por todas estas razones, las clasificaciones usuales de normales, subnormales y superdotados, y otras más o menos equivalentes, exigen considerar la conducta total del sujeto en relación con las exigencias típicas de una determinada cultura.
Estrictamente hablando, un individuo mentalmente medio es el que tiene una inteligencia psicométrica media, un desarrollo normal y una conducta razonablemente ajustada a las demandas familiares, sociales, escolares y profesionales. Un superdotado es el que tiene una inteligencia psicométrica superior —un CI al menos mayor de 130—, un desarrollo generalmente avanzado y una conducta sobresaliente de innovación o ajuste a las demandas de nuestra sociedad. Un subnormal es el que tiene un CI considerablemente inferior, menor desde luego de 70, dificultades obvias en su desarrollo y fallos considerables en su adaptación a las demandas escolares, profesionales y sociales de nuestra cultura.


Inteligencia y sociedad
¿Qué papel juega la sociedad en relación con la inteligencia? ¿Qué responsa­bilidades y deberes ha de atender? Intentemos precisarlo con respecto a las diversas categorías y niveles.


Los subnormales
Los subnormales clínicos. Entre los subnormales se destaca, ante todo, un grupo claramente patológico, formado por sujetos con síndromes complejos, retraso mental grave o profundo, defectos físicos y orgánicos y anomalías de la personalidad. Sus CI suelen estar por debajo de 50 —a veces muy por debajo—, su desarrollo general resulta hondamente perturbado y su capacidad de ajuste a las demandas mínimas de tipo escolar y social es muy escasa. Requieren un tratamiento psicopedagógico especial y, en los casos más graves, una custodia y protección permanentes.
Por su etiología se distinguen los síndromes debidos predominantemente a causas genéticas y los debidos a causas predominantemente ambientales.
Las causas genéticas suelen consistir en un gen perjudicial o en una anomalía cromosómica. Se conocen unos 135 síndromes de transmisión mendeliana que incluyen retraso mental, con frecuencia grave o profundo. La mayoría de ellos, unos 112, se debe a genes autosómicos recesivos; los demás, a genes dominantes y a genes gonosómicos.
A genes recesivos están ligados ciertos casos raros de dismetabolia de aminoácidos y proteínas, como la fenilcetonuria o imbecillitas fenilpirúvica —un trastorno del metabolismo de la fenilalanina que daña el tejido nervioso y suele rebajar, con frecuencia dramáticamente, el nivel mental—, las dismetabolias de carbohidratos, como la galactosemia, y las de lípidos, como las oligofrenias amauróticas, de efectos mentales parecidos.
Otros trastornos graves, más raros aún, se deben a genes dominantes, como las porfirias, la corea de Huntington, la esclerosis tuberal, etc.
Mucho más abundantes son los síndromes patológicos provocados por anomalías cromosómicas. El más frecuente es el llamado síndrome de Down u oligofrenia mongólica, cuya causa principal es la presencia de un cromosoma extra en el par autosómico 21 (o, según los trabajos recientes, en el par 22). Entre el 10 y el 20 por 100 de los niños retrasados graves y profundos son mongólicos; su incidencia es de 1 cada 600 a 1000 nacidos vivos y su frecuencia crece con la edad de la madre —de aproximadamente 1 por cada 1.500 nacimientos en madres de 15 a 24 años, a 1 cada 32, en madres mayores de cuarenta y cinco años. Se conocen muchos otros síndromes con retraso mental ligados a perturbaciones en los cromosomas, como el de Turner, en mujeres en cuyo cariotipo falta un cromosoma sexual X y que se caracteriza por un desarrollo sexual imperfecto y una deficiente inteligencia perceptiva y espacial, dentro de un nivel mental más o menos corriente, o los numerosos casos de cariotipos de varones y mujeres con más de un cromosoma X y de varones con más de un cromosoma Y, con retraso mental generalmente más intenso cuanto más abundantes son los cromosomas sexuales supernumerarios.
También de origen genético, y por lo general ligados a genes recesivos, son otros numerosos síndromes con retraso mental, como los producidos por trastornos endocrinos —por ejemplo, el cretinismo heriditario, la microcefalia genética, con profundo déficit mental, y ciertos tipos, poco frecuentes, de parálisis cerebral y epilepsia, con retrasos mentales muy diversos.
Mucho más frecuentes son los síndromes clínicos con defecto mental variable, y en muchos casos grave, cuyo origen es predominantemente ambiental. Se deben a lesiones, infecciones y carencias o excesos diferentes, durante el embarazo, el parto y el período posnatal.
Sólo las parálisis cerebrales producidas por lesiones suponen cientos de miles de casos, y, aunque no siempre producen retraso mental grave, con frecuencia los trastornos motores sitúan al paciente en condiciones sociales, escolares y profesionales semejantes a las que rodean a los retrasados profundos. Caídas, golpes, tentativas inexpertas de aborto, traumas en partos difíciles, prematuros o desatendidos y múltiples accidentes posnatales son causas frecuentes de lesiones cerebrales y retrasos mentales más o menos profundos.
Son asimismo muy numerosos los trastornos de este tipo producidos por infecciones, intoxicaciones y enfermedades diversas. Citemos, por ejemplo, durante el embarazo, la sífilis congénita, la rubéola de la madre en el primer trimestre del embarazo, las varias infecciones de protozoos, bacterias y virus, el efecto de tóxicos y drogas, como el reciente caso de la talidomida; las toxicomanías de la madre o el mero uso inmoderado por parte de ésta del alcohol o el tabaco, y, después del parto, los varios casos de encefalitis, meningitis y otras anomalías e infecciones cerebrales.
Las carencias más notables atañen al alimento y al oxígeno. La desnutrición pre y posnatal está comprobadamente asociada con el nivel mental, y, en casos de desnutrición grave o carencia específica de proteínas, vitaminas o ciertos elementos minerales, puede ocasionar grave retraso, como sucede con la malnutrición temprana y persistente, el cretinismo producido por la deficiencia de yodo, o los casos de pelagra y beri-beri, debidos a carencias de vitaminas. Durante el parto pueden producirse diversos grados de asfixia y anoxia, cuyos efectos son negativos en el desarrollo mental.
Entre los excesos nocivos, citemos como ejemplo el de la radiación excesiva de los padres y del embrión o el feto, que conduce a múltiples mutaciones, generalmente letales o dañinas, y a varios tipos de microcefalia, y los casos, no bien conocidos aún, de compresión abdominal de la madre durante el embarazo, tal vez ligados a situaciones de conflicto y tensión emotiva.
La copiosa casuística, a la que tan someramente acabo de aludir, plantea problemas éticos muy delicados. ¿Cómo puede la sociedad proteger la inteligencia de los hombres que la constituyen? ¿Se pueden evitar o paliar algunos o todos los casos antes descritos? ¿Cuáles son las posibilidades de acción y cuáles los problemas éticos que implican?
Sin pretender agotar la cuestión, ni examinarla desde el punto de vista estrictamente moral —que no es lo que en esta ocasión se me ha pedido—, creo que cabe señalar con algún rigor cuáles son los problemas éticos que el tema plantea desde una perspectiva exclusivamente psicobiológica.
Lo primero, creo, es subrayar la patente responsabilidad que la sociedad tiene de fomentar la investigación sobre estos casos. No se trata de clasificarlos, sin más, en genéticos y ambientales. Se trata de conocer el mecanismo preciso por el que actúan estos factores, siempre, desde luego, en mutua interacción. No hay jamás influjo genético que no se ejerza sobre ciertas condiciones ambientales, ni ambiente que no incida sobre un organismo genéticamente dotado. Se trata, en todos los casos, de coordinar la acción eugenética, procurando la transmisión del mejor mensaje hereditario, con la acción eufenética, procurando las condiciones ambientales más apropiadas.

Por ejemplo, la oligofrenia fenilpirúvica está producida por un gen recesivo que perturba el metabolismo de la fenilalanina. Hoy se puede diagnosticar el desarreglo genético, incluso antes del nacimiento. Una vez identificado el caso, se pueden evitar o paliar sus efectos, procurando al recién nacido una dieta con las dosis adecuada de fenilalanina. Lo mismo acontece con la galactosemia. Precozmente diagnosticada, cosa hoy posible y nada difícil, se evitan sus efectos eliminando de la dieta la lactosa y la galactosa. Que un defecto sea genético, no implica necesariamente que sea letal e inevitable. Depende del conocimiento que se tenga de su mecanismo y de los medios genéticos o ambientales que puedan ingeniarse para influir en él. Es deber de la sociedad promover este conocimiento.
En segundo lugar, está claro que hoy no puede la sociedad desentenderse de estos problemas. Se conocen suficientemente para exigir un examen sistemático y una decisión responsable. Afectan a la vida personal y social de numerosos hombres. La indiferencia o la inercia dogmática en el mantenimiento de normas y costumbres anteriores, cuando se desconocían los datos que hoy poseemos, es éticamente culpable. Es preciso armonizar el respeto a la vida humana y a la dignidad del hombre con la exigencia creciente de una paternidad responsable y de una política educativa, sanitaria, psicopedagógica y económica que procure favorecer al máximo una descendencia libre de taras y en condiciones de iniciar y proseguir un desarrollo humano congruente con las exigencias y posibilidades de nuestro tiempo.
En tercer lugar, es obvio que se necesita promover una potítica eugenética apropiada para controlar los influjos ambientales nocivos. No es fácil, pero es posible y moralmente obligatoria. No es fácil, porque una parte considerable de la humanidad carece de recursos para enfrentarse con estos problemas. Está comprobado que en las clases socioeconómica y culturalmente desfavorecidas de todo el mundo hay una mayor incidencia de lesiones, infecciones, malnutrición, carencias, insuficiencias, partos tempranos, tardíos, seguidos y defectuosos, malformaciones y depauperación ambiental. Es, sin embargo, posible —y por ello moralmente obligatoria— porque no se ve ningún impedimento absoluto para eliminar o disminuir estos accidentes o insuficiencias. Hace falta elaborar, sistematizar y aplicar una política educativa y un consejo prematrimonial y matrimonial acerca de las pautas adecuadas de alimentación y profilaxis sanitaria durante el embarazo; de preparación psicomédica para el parto y de atención personal y técnica adecuada durante el mismo; de protección sanitaria y alimenticia y de previsión y prevención de accidentes durante el periodo posnatal. Es claro que no hay justificación ética posible para que continúen, por ejemplo, los casos de malnutrición o hambre, cuando hay alimentos de sobra; de cretinismo endémico, fácilmente remediable con dietas de sal yodada; de profundo retraso mental por infecciones sifilíticas, tuberculosas y de rubéola, por encefalitis, meningitis o infecciones cerebrales, hoy diagnosticables y tratables; o de trastornos producidos por incompatibilidades sanguíneas, en la actualidad previsibles y evitables.
Todo lo dicho implica, evidentemente, transformaciones profundas de nuestra sociedad, todas posibles, pero muchas complejas y difíciles en la práctica.
No menos graves son los problemas éticos que plantean los casos patológicos producidos por causas genéticas. Desde 1883, en que Galton inició el movimiento eugenético moderno, la cuestión se ha complicado y degradado por la intromisión de intereses egoístas, pseudocientíficos, políticos y racistas, hasta terminar, a veces, en genocidios y holocaustos denunciados o tácitos.
Está claro, sin embargo, que la sociedad tiene la obligación de informar a todos, seria y objetivamente, sobre estas cuestiones; que tiene que hacer extensiva a todos una política de consejo eugenético que promueva la paternidad responsable. Se ha de ser consciente, por ejemplo, de que con la edad de la madre crece considerablemente el riesgo de una descendencia tarada por la oligofrenia mongoloide, riesgo incrementado cuando un examen citogenético, que convendría hacer sistemáticamente a futuras madres de más de cuarenta años, descubre la presencia de ciertas anomalías cromosómicas. Se ha de saber que la reproducción de consanguíneos aumenta el riesgo de descendencia gravemente dañada, en los casos de genes recesivos patológicos.
Está claro, asimismo, que convendría realizar en todos los casos pertinentes, el diagnóstico precoz intrauterino de defectos genéticos, para aplicar, cuando proceda, el tratamiento que elimine los efectos dañinos, como es hoy posible en los ejemplos antes citados de las oligofrenias fenilpirúvicas y galactosémicas.
Otras medidas plantean problemas éticos sumamente delicados. En el caso de grave defecto mental originado por un gen dominante, los padres portadores son fácilmente localizables, porque padecen el síndrome. Se eliminaría la enfermedad por entero si se consiguiera evitar que todos los afectados de una generación tuvieran descendencia. El problema, sin embargo, no es sencillo. ¿Cómo se logra esto? ¿Hasta qué punto es ética la coacción —prohibición, internamiento, esterilización, etc.— en estos casos? Incluso si se descartan todos los excesos y manipulaciones inmorales —si se evita que el hombre sea tratado como un instrumento o una cosa al servicio de los intereses de otros o de la sociedad—, hay que tener en cuenta, primero, que la rareza de estos casos haría casi nulo el efecto de su eliminación en el nivel mental de la población general; segundo, que hay casos de aparición tardía del síndrome, más difíciles de identificar antes de tener descendencia, y, tercero, que estos genes se pueden producir y producen por mutaciones que pudieran reintroducir en generaciones sucesivas los mismos u otros trastornos.
Las mismas dudas y argumentos se extienden al caso de los genes recesivos, con el agravante adicional de que los padres heterocigóticos no manifiestan el síndrome que transmiten. Se ha calculado, por ejemplo, que si se evitase la descendencia de padres fenotipicamente afectados por un alelo recesivo con una incidencia de 0,01, como es aproximadamente el caso de la fenilcetonuria, se requerirían unos tres mil años para reducir esta frecuencia a la mitad.
La responsabilidad moral parece exigir, más bien, no regatear esfuerzos para promover y mejorar la profilaxis ambiental y el consejo genético, y cuando éstos no son suficientes, examinar a fondo las implicaciones éticas y las posibilidades técnicas de la ingeniería genética —todavía apenas incoada, pero ya prometedora, para modificar los códigos anómalos— y de los métodos de inseminación artificial pertinente, por lo demás ya practicados por decenas de millares al margen de estos fines.
Con las reservas éticas ya apuntadas, en las sociedades y con los individuos para los que sea moral mente aceptable, y con el objeto de lograr un hijo libre de graves taras y contribuir en lo posible a la iniciación de una nueva vida con las mejores posibilidades de desarrollo personal y social, se dispone hoy, finalmente, de procedi­mientos anticonceptivos, que pueden ser selectivamente utilizados, y del aborto eugenético, guiado por el diagnóstico precoz por amniocentesis, hasta lograr una descendencia sana. Es claro que el aborto deliberado plantea, en todo caso, la inexcusable obligación moral de justificar el homicidio de un inocente, ya que, desde la concepción, se inicia en el cigote una epigénesis específica e individualmente humana.
Por lo demás, es deber de la sociedad atender de la mejor manera posible los casos existentes de grave defecto mental. Requieren todos un cuidado especial, tanto médico como psicológico y pedagógico, desde luego adecuado a su nivel, pero, en cualquier caso, lo más temprano posible, para el establecimiento precoz, desde los primeros meses de la vida, de vínculos afectivos y pautas de conducta favorables al desarrollo. Exigen todos, asimismo, la aplicación de terapias específicas para el aprendizaje de hábitos de cuidado personal y convivencia social, la enseñanza en clases especiales, combinada con la práctica de relaciones con niños y mayores normales; una psicopedagogía encaminada predominantemente a la orientación y formación profesional en tareas accesibles, y la disposición de puestos de trabajo en empresas y en instituciones terapéuticas para aprovechar al máximo las posibilidades de cada individuo y facilitarle la experiencia de sentirse útil y valioso para sí mismo y para los demás.

La inteligencia general subnormal
Mucho más abundantes son los casos de retraso mental sin anomalía genética o accidente ambiental conocido. Su inteligencia psicométrica puede variar desde la torpeza más o menos acusada —CI entre 70 y 85— al defecto ligero y moderado, más o menos grave —hasta CI en torno a 50—, siendo raros los casos de inteligencia inferior a estos niveles. Son sujetos, en general, física y orgánicamente normales, aunque en ellos sea relativamente alta la incidencia de defectos sensomotores y enfermedades. Tienen dificultades en su desarrollo y, sobre todo, en su ajuste escolar. En los casos de CI cercanos a 50 son, con frecuencia, incapaces de seguir las clases normales de la escuela.
El nivel de su inteligencia se debe, en parte, a los efectos de su dotación genética, según el modelo poligénico antes mencionado. El peso de la herencia en la inteligencia general se expresa mediante el cociente de heredabilidad, que es la razón entre la varianza genotípica y la fenotípica. Las diversas estimaciones de este índice lo sitúan en torno a 0'75. Por razones que he expuesto en otros lugares —fundamentalmente debido al cruce electivo o isofenogamia, a la interacción estadística y a la correlación entre genotipo y ambiente—, creo que esta estimación es exagerada. Los datos más bien sugieren que la heredabilidad de la inteligencia se sitúa en nuestra sociedad entre 0'40 y 0'60. Lo cual significa que los factores genotípicos explican aproximadamente entre la mitad y las dos terceras partes de las diferencias individuales en inteligencia. El peso de la herencia es notable en nuestra cultura, pero deja amplio margen al influjo del ambiente. Margen que no es, por lo demás, inmutable, pues sin alterar la heredabilidad puede mejorarse el nivel general de la inteligencia fenotípica, como viene sucediendo en los últimos decenios, y la heredabilidad puede modificarse si cambian o hacemos cambiar las circunstancias genéticas o las ambientales, o ambas. En la actualidad, según estos datos y suponiendo, como dijimos, que la desviación típica de la inteligencia fenotípica es igual a 15, el error típico de estimación del fenotipo viene a ser de 10 puntos de CI. Lo cual significa que si tomamos numerosos individuos al azar, normalmente dotados—con CI genotípico igual a 100—, su inteligencia psicométrica será considerablemente variada, según una distribución normal con una desviación típica en torno a 10. El 95 por 100 medio de esos casos variará en inteligencia, por influjo aleatorio del ambiente, entre aproximadamente 80 y 120 de CI; es decir, desde cerca de los límites del retraso mental hasta una inteligencia alta.
Si agregamos que las circunstancias ambientales no son necesariamente aleatorias, sino que dependen en buena parte de las oportunidades que a los diversos grupos y clases ofrece la sociedad, el peso del ambiente cobra mayor relieve. En manos de la sociedad está aumentar este influjo, en sentido positivo, disponiendo las condiciones ambientales de la forma más favorable posible.
Si consideramos, finalmente, que el rendimiento escolar y profesional, y los diversos matices de la inteligencia clínica y de la adaptación social dependen mucho más fuertemente de la experiencia, y que los hábitos aprendidos, los proyectos, las actitudes y las formas de vida se deben sobre todo a las circunstancias ambientales, parece claro que, sin menospreciar el fondo genético, que delimita, sin duda, ciertas potencialidades, el nivel funcional de la conducta viene determinado, dentro de esos límites, por las aferencias ambientales y el uso activo que la sociedad y el individuo hacen de ellas.

Los superdotados
Es el último punto que me han pedido que comente. No hay ya holgura para hacerlo con el mínimo de extensión. Mientras llega el momento de examinar el tema con más calma, permitan que me limite a enunciar sumariamente alguno de sus aspectos más distintivos.
La inteligencia superior es uno de los recursos más valiosos, fecundos y polivalentes de la sociedad. Se debe, como la distribución entera de la inteligencia, a la acción conjunta de la herencia y el medio. Pero está claro que, si bien no parece fácil hacer un genio de un débil mental por mucho que mejoremos su ambiente, no parece, por el contrario, muy difícil hacer un retrasado de un genio si, desde su nacimiento, le condenamos a un ambiente de privación extrema.
Por lo demás, el sujeto de inteligencia superior suele ser muy capaz de mantener su ventaja en un amplio margen de circunstancias ambientales. Los sujetos de CI muy altos —por encima de 130 y, más especialmente, por encima de 145— son de muy diversa procedencia socioeconómica y cultural. Predominan, sin embargo, los que proceden de las clases cultural, social y económicamente más favorecidas y se ha comprobado que si los sujetos con un CI superior se dividen en dos grupos, uno de más alto y otro de más bajo rendimiento académico y profesional, el grupo más alto ha disfrutado, desde su infancia, de condiciones ambientales más favorables. Asimismo sobresalen los que han sido atendidos en clases especiales, psicopedagógicamente adaptadas a sus aptitudes.
No parece correcta la imagen popular que considera al superdotado y al genio como un sujeto inestable, difícil, poco equilibrado, más o menos extravagante y lindero con la locura. Por supuesto, se dan entre ellos todos estos casos, pero, en general, con mucha menos frecuencia que entre los demás sujetos El individuo muy superior en inteligencia tiende, en el promedio, a ser superior en todo.
No hay que confundir, sin embargo, al superdotado con el genio, como no es lo mismo la inteligencia superior que la creatividad. La inteligencia psicométrica superior es una condición al parecer necesaria, pero de ninguna manera suficiente par alcanzar el nivel del genio creador.
La sociedad suele, incluso sin proponérselo, ir disciplinando la originalidad de los mejor dotados para ajustaría a las pautas de conducta habituales, más conocidas y comprobadas y que producen, por eso, mayor seguridad y menor desasosiego.
El genio tiene que vencer estas dificultades. Le hace falta una inteligencia superior, pero también una orientación personal peculiar, en la que sobresalen la dedicación absorbente, la originalidad, la flexibilidad, la evaluación crítica y el valor para resistir contratiempos, amenazas, peligros e incomprensiones. La sociedad debe esforzarse por estimular, desde la infancia, estas cualidades, procurando alcanzar un equilibrio, al nivel que demanden los tiempos, entre la libertad innovadora y la exigencia crítica de calidad.

Consideraciones finales
El hombre es, a través de su historia, responsable en diversa cualidad y cuantía de su conducta. Su responsabilidad depende de la medida en que dispone de sí mismo y de sus mecanismos psico-orgánicos.
La inteligencia es, desde el punto de vista psico-biológico, uno de esos mecanismos, tal vez el más importante. Resultado de la dotación genética y de lo que el sujeto hace con ella en el ambiente físico, cultural e interhumano en el que nace y se desarrolla, el hombre es responsable de su inteligencia en la medida en que se hace cargo de los mecanismos genéticos y ambientales que en él, la influyen y puede intervenir en los modos específicos de su interacción.
La inteligencia no es, desde luego, todo. Lo decisivo no es ella, sino lo que con ella se hace. Pero mal puede hacerse nada si no se tiene, y difícilmente puede hacerse mucho si se tiene poca.
Cuidar el desarrollo de la inteligencia, evitar la transmisión de mensajes genéticos anómalos, prevenir accidentes ambientales que rebajen patológicamente su nivel, utilizar al máximo los recursos apropiados para estimular el crecimiento mental, y extender estos recursos a todos los hombres, son tareas, en muchos de sus aspectos, hoy perfectamente posibles y constituyen una de las responsabilidades de más hondo sentido ético de nuestra sociedad.
Fundada en el respeto a la vida y a la persona, sin degradar al hombre en ningún caso a la condición de cosa, útil o mercancía al servicio de otros fines, la sociedad debe promover al máximo la libertad, la iniciativa y la creatividad de los hombres y los grupos, dentro de los límites que en cada circunstancia aconseje el equilibrio ecológico y la justicia personal y social.
Debe procurar que todos los hombres puedan iniciar la constitución y apropiación de su personalidad en condiciones favorables, en un mundo inicialmente acogedor y estimulante en el que cada uno encuentre alimento, salud y protección, estimulación precoz adecuada, condiciones culturales a la altura de los tiempos y un contexto humano que le permita establecer los vínculos afectivos que necesita. Debe organizar un sistema de enseñanza escolar, profesional y social que aproveche de la mejor manera posible las diversas aptitudes, alentar la convivencia en el mutuo respeto a la libertad, para promover el libre desarrollo de cada uno, y elaborar medios terapéuticos para corregir las desviaciones específicas que puedan surgir.
Debe reconocer y aprovechar, en fin, la riqueza que suponen las inmensas diferencias entre los individuos, procurando, al mismo tiempo, extender a todos los hombres la igualdad de oportunidades y a todos los trabajos la igualdad de dignidad humana. Igualdad de oportunidades, es decir, que cada uno encuentre las condiciones que mejor favorecen su desarrollo y que éste no se detenga, retrase o perturbe por defectos genéticos evitables o por circunstancias ambientales injustamente nocivas. Igualdad de dignidad humana en todos los trabajos, es decir, que cada uno pueda encontrar en el que conviene a sus aptitudes la posibilidad de hacerse dueño de sí mismo y de servir a los demás.





BIBLIOGRAFÍA
Los siguientes trabajos pueden servir de introducción bibliográfica al tema y contienen una amplia selección de referencias a las principales obras e investigaciones sobre el mismo.
BUTCHER, H. J., La inteligencia humana (Marova, Madrid 1974).
TELFORD Ch. W., y SAWREY, J. M., El individuo excepcional (Prentice Hall International, Madrid 1973).
YELA, M., «Familia y nivel mental», en PROF. CARBALLO y otros. La familia, diálogo recuperable (Karpos, Madrid 1976).
   «Herencia y ambiente en el desarrollo psíquico», en el libro Manual de Psiquiatría (Karpos, Madrid 1980).
   «La estructura diferencial de la inteligencia», en Rev. Psicol. Gral. y Aplicada (1976) 31 p.591-605.
ZAZZO, R., Los débiles mentales (Fontanella, Barcelona 1973).