Carlos Skliar
Publicado en: Cadernos de Educação Especial, Universidade Federal de Santa Maria, año 10, 9, págs. 22-36, 1997.
La educación de los sordos es, en la actualidad, una de las áreas de mayor retraso en el ámbito general de la educación. Existen múltiples enfoques y diferentes perspectivas acerca de las razones que, históricamente, originaron tal situación. Sería insuficiente señalar sólo las características y los hechos de órden cuantitativo de ese retraso pues, de esa manera, se estaría argumentando a favor de la idea que quienes fracasaron fueron los sordos. Nada más equivocado. Por el contrario, es posible afirmar que uno de los hechos más significativos en la concepción y construcción de una nueva pedagogía para los sordos en las últimas tres décadas ha sido, justamente, la reconstrucción crítica que los propios sordos están desarrollando sobre su educación pasada.
Sin embargo, la ideología y la arquitectura de la educación especial para los sordos -acostumbrada como toda la educación especial a ignorar el punto de vista de los propios alumnos- parece desconocer tal perspectiva; quizás prefiere transitar, cómodamente, por un callejón sin salida: si bien es cierto que existe un reconocimiento de ciertas problemáticas típicas -como los son, por ejemplo, las dificultades comunicativas, las lingüísticas, las didácticas- parece que la propuesta de integración de los sordos a la escuela regular sea considerada la única forma posible para salir de la crisis y/o para evitar su análisis.
Dentro del conjunto de variables[1][1] que afectan relativamente la concreción de aquello que considero una propuesta de educación plena, participativa y significativa para los sordos quisiera referirme, en este artículo en particular, a una de ellas: la presión de las políticas de integración de los sordos a la escuela regular.
En Latinoamérica, a partir de recientes discusiones oficiales y extraoficiales, de debates en el ámbito de la escuela común, a través de leyes o decretos, en algunos foros administrativo/políticos y en algunas noticias periodísticas superficiales de dudoso origen y contenido, se viene acrecentando con notable vértigo la idea de que la integración de los niños sordos a la escuela regular -como de cualquier niño con algún tipo de deficiencia- es el único medio válido, un modo indiscutible e inobjetable para que esos niños puedan ser como los demás, para que puedan crecer en igualdad de condiciones y oportunidades, para que se desarrollen plenamente.
Se debe reconocer la notable coincidencia entre estos primeros esbozos de una política global de integración educativa, con un conjunto de hechos que vienen ocurriendo desde hace ya algunos años, ímplicita o explícitamente, dentro y fuera de las escuelas especiales para sordos:
La idea difundida de que ya se han perdido los objetivos y la esencia de la escuela especial para los sordos.
La impresión que la única solución válida a ese problema lo constituye una adecuada política de integración escolar.
La búsqueda consecuente de ciertos criterios válidos para llevar a los niños sordos a las escuelas comunes.
El planteo de un reemplazo novedoso de sustantivos: los sordos son ahora también sujetos con necesidades especiales -término acuñado, en realidad, en el conocido Informe Warnock, de Inglaterra (1979)-.
Las referencias superficiales a ciertas experiencias de integración de los niños sordos a la escuela común, que se consideran positivas e irreprochables -como, por ejemplo, las de los programas de Italia, Francia y España-.
La planificación y la puesta en marcha de una determinada propuesta de integración cuantitativa de los sordos a la escuela común.
Lo que no se hace, y parece que ya no se hará -si es que existe una determinación política precisa de integración de los sordos a las escuelas regulares- es posibilitar, organizar y financiar la discusión entre todos los interesados y, muy especialmente en este caso, la inclusión de los propios sordos y de sus asociaciones y comunidades, como una parte fundamental en la toma de decisiones pasadas, presentes y futuras sobre la integración.
No cabe duda, y sería una necedad ocultarlo, que la escuela especial -toda la escuela especial- es parcial y totalmente responsable de que, a través de las políticas de integración, se quieran promover objetivos renovadores, amplios, significativos para la educación de estos sujetos; justamente aquellos objetivos que la escuela especial -toda la escuela especial- nunca se propuso y, si lo hizo, jamás consiguió alcanzar.
Ahora bien: hay hasta aquí, por lo menos, dos tipos de problemas. En primer lugar, fue la escuela especial para sordos del pasado la que fracasó y no la concepción de una pedagogía especial para sordos. Fue la ilusión de normalizar a los sordos lejos del mundo la que provocó que los sordos ni siquiera se identificaran con ellos mismos. Acerca de la cuestión del fracaso educativo de los sordos, como ya he subrayado, existen múltiples interpretaciones y líneas discursivas que nos permiten afirmar, sin rubor, que en la educación de los sordos no fracasaron los sordos sino los oyentes. Este aparente juego de palabras constituye, en realidad, la piedra basal sobre la cual progresar en las discusiones, pues es posible que para los oyentes relacionados con la sordera la integración sea el argumento central para la fuga del fracaso educativo. En otras palabras: es preferible no revisar críticamente los modelos ideológicos y representacionales -y las formas educativas- que los oyentes construyeron y construyen sobre los sordos, si no transportar a los sordos hacia otra institución.
El hecho que en el fracaso educativo haya fracasado la institución especial no significa de ningún modo que la idea de una educación específica para los sordos esté condenada de por vida: de hecho, las nuevas propuestas de educación -designadas con el nombre genérico de educación bilingüe- parecen constituir una respuesta educativa coherente frente a las pretensiones y a las prácticas etnocéntricas y logocéntricas de la escuela especial del pasado y de las de integración actuales.
El segundo problema es que la afirmación que los sordos -como, en realidad, cualquier otro grupo de sujetos- deben integrarse escolarmente con y como los demás es por una parte ingenua y, por otra parte, aparentemente incontrastable, pues a nadie se le ocurriría planificar políticas de des-integración. Pero, en realidad, tal afirmación esconde un conjunto de ambigüedades, de falacias, de generalizaciones e hipocresías que es necesario analizar crítica y reflexivamente.
Antes de ese análisis quisiera detenerme en las razones que llevaron a algunos países a establecer y profundizar políticas de integración de los niños con deficiencias a la escuela común y a los modos en que programaron efectivamente esas políticas. El objetivo de focalizar el análisis sobre este punto radica, entre otros aspectos, en el hecho que el término integración posee sin dudas un carácter a la vez restringido y también amplio. Esto supone que el plano de la discusión sobre la política y la práctica de la integración institucional es totalmente diferente al de la discusión sobre las políticas y las prácticas de la integración a nivel físico, psicológico, social, laboral, cultural, lingüístico, curricular, didáctico, etc. En este sentido, la integración escolar sólo puede ser vista como el aspecto institucional de un proceso mucho más abarcativo y global: la interrelación entre las diversidades culturales existentes dentro de cada una de las escuelas y en cada una de las aulas.
Algunos autores ya desarrollaron un conjunto de hipótesis acerca de las determinaciones que dieron origen e impulsaron la concreción de las políticas de integración educativa. Por ejemplo Marchesi y Martín (1990a) refieren que las variables situadas en los inicios y en la actualidad de las políticas integracionistas serían, por ejemplo, el cambio en la concepción sobre los trastornos del desarrollo, la mayor relevancia dada a una perspectiva interactiva sobre los problemas de aprendizaje, el surgimiento de métodos de evaluación cualitativos, la preocupación de las escuelas regulares por enseñar a todos, más allá de las diferencias de capacidades e intereses, el replanteo acerca de las fronteras entre normalidad, fracaso escolar y deficiencias, los resultados limitados encontrados en gran parte de las escuelas especiales, etc.
Estas son razones suficientes que justifican y obligan a pensar en otros modos de organización educativa para los grupos de niños con alguna deficiencia. Pero aquí aparece una primera y vasta cuestión: ¿qué orientación y qué dimensión educativa dar al cambio en la concepción sobre los problemas del desarrollo? Y más aún: ¿Ese cambio conceptual es evidente y está consensuado para todos los casos de niños con deficiencias? Por otra parte: ¿será lo mismo para la escuela común integrar a un niño con una deficiencia mental que a un niño sordo? ¿Educar a todos, más allá de sus capacidades e intereses, significa por autonomasia dar respuestas concretas, tangibles, a cada uno de los sujetos específicos? ¿Existe, en este sentido, una relación explícita y consensuada entre globalidad educativa, singularidad didáctica y formación de profesores?
Siguiendo con esta línea de razonamiento, una de las confusiones más evidentes a ser analizadas es el de la relación entre la ideología y la política de integración y la organización institucional consecuente. Es habitual que estos dos planos se entremezclen creando la sensación -y determinando la condición- que ideología y arquitectura educativas son, en realidad, vulgares y habituales sinónimos. Por ejemplo Hegarty, Hodgson y Clunies-Ross (1986) describen la diferencia entre integración como colocación e integración como educación, siendo que la primera ha generado mayor atención y mayor desarrollo institucional. Sin embargo los autores mencionados proponen explícitamente un modelo de integración con diferentes variaciones en la relación institucional y didáctica entre la escuela normal y la escuela especial, como por ejemplo la clase común sin apoyo de otro tipo; la clase común con apoyo para el profesor y para la atención individual; la clase común con un trabajo especial fuera de la clase; la clase común como base con un tiempo parcial en la clase especial; la clase especial como base, con un tiempo parcial en la clase común; la clase especial de tiempo completo; la escuela especial con tiempo parcial, la clase común con tiempo parcial; y la escuela especial de tiempo completo.
Como se verá, las variaciones son muchas, y responden exclusivamente a una de las dimensiones posibles de la integración: su dimensión institucional. En cada uno de esos casos: ¿Quién, cómo y cuándo decide la estructura adecuada para cada caso? ¿Qué valor educativo se atribuye a la clase especial y a la escuela especial? ¿Se sigue ignorando la especificidad de la necesidad especial, pero ahora en la escuela común? Y es por demás curioso que todas las respuestas que los autores ofrecen en el caso de los niños sordos se relacionen exclusivamente con la cuestión de la deficiencia auditiva: "(...) Uno de los objetivos principales en la educación de estos niños es desarrollar la facilidad para el empleo y la comprensión del lenguaje hablado, tan necesario para la plena participación en sociedad".
En función de la resonante distancia que existe entre teoría y práctica es que se vuelve necesario particularizar el análisis para cada uno de los grupos de sujetos especiales pues, de otro modo, resulta muy complejo destejer la madeja de ilusiones que propone muchas veces el discurso de la integración -pero pocas veces la práctica-; un discurso que entendemos aquí como una ideología dominante atravesada por varios recortes de naturaleza política, histórica, cultural, geográfica, etc.
En primer lugar, no debería pensarse que la integración de los sordos ha comenzado recién ahora, desde el momento en que las administraciones educativas se lo están proponiendo. Tales políticas -por omisión o por decisión- ya fueron cristalizadas y materializadas desde hace muchos años, toda vez que en una región, ciudad o localidad, no existían instituciones educativas para sordos. Los testimonios masivos -tristes, melancólicos e irritantes- de aquellos sordos que no podían emigrar hacia ciudades con escuelas especiales ya constituyen una advertencia y una evidencia de cuánto la integración -repito, por omisión o por decisión- puede provocar lo contrario de lo que pretende.
En segundo lugar, no es cierto que una política o que el concepto mismo de integración escolar sea sinónimo de integración social para los sordos. Ir a la escuela con los demás no significa, para ellos, poder ser como los demás, necesitar lo mismo o lo similar, tener, en un futuro imperfecto, las mismas oportunidades que los demás. Pues, como se dijo antes, la integración a un contexto pedagógico general depende de cómo la escuela conciba esas diferencias, cómo organice y asegure la participación de estos niños y cómo, finalmente, planifique una didáctica cuando, como en el caso de los niños sordos, no existe un conocimiento ni en lengua oral ni en lengua escrita suficiente para seguir comprensivamente los contenidos curriculares, hacer preguntas, entender respuestas, ser uno más en las discusiones, etc. Como afirma Kyle (1993), existe una teoría muy pequeña y poco sólida sobre la cual basar la integración de los niños sordos a la escuela regular.
La creencia de que la integración escolar y la integración social sean en la práctica sinónimos, conduce justamente, como hemos subrayado antes, al mecanismo inverso; acaban constituyéndose como procesos que generan lo opuesto de aquello que se afirma en el discurso: el niño sordo puede ir a la escuela con los oyentes -y eso asegura su integración física, material- pero no comprende la mayor parte de las situaciones centradas en los diálogos en lengua oral y en el uso de la lengua escrita; así, en vez de verse acrecentadas, se inhiben todas sus capacidades y potencialidades -y esto provoca su aislamiento comunicativo, social, lingüístico, cognitivo, etc.-.
Por otra parte, la mayoría de las propuestas de integración están fundamentadas en una única dimensión temporal -la presente- y desatienden o ignoran por completo las otras perspectivas evolutivas en la vida de los sordos: la pasada, caracterizada generalmente por limitaciones culturales y psicológicas -y no justamente por culpa de los propios sordos, sino por una incorrecta apreciación de los problemas sociales que origina la sordera; entonces: ¿desde cuando se legisla la integración?-; y la futura, en la cual un niño sordo será un adulto sordo con restricciones impuestas desde la misma legislación, desde el mundo del trabajo, desde los niveles de estudios superiores; etc. -entonces: ¿hasta cuando se legisla la integración?-.
Además no es cierto, o es cierto sólo parcialmente, que las experiencias de integración europeas que se citan habitualmente abordaron con éxito el proceso de integración de los niños sordos a la escuela común -y esto no quiere decir que no lo hayan hecho con otros grupos de niños con deficiencia- (Skliar, 1995).
Lo que comúnmente se menciona y se cita, en realidad, son las propuestas políticas genéricas, administrativas, de los comienzos de esas experiencias. Pero poco se sabe y si se sabe no se dice, acerca de los procesos y de los resultados pedágogicos concretos con los sujetos concretos.
Tomemos en cuenta la política de integración italiana, que lleva más de veinte años de aplicación sistemática. En 1975, por primera vez, el Ministerio de Instrucción Pública, elaboró un documento que constituyó la base para la emanación de leyes y circulares que, desde una perspectiva legislativa, tendían a reglamentar el proceso de integración.
La propuesta de integración se afirmó sobre un derecho postergado -todos tienen el mismo derecho a la educación- y sobre principios bien definidos: la superación de toda situación de marginación humana, cultural y social debida al desarrollo incompleto de las potencialidades humanas; la intervención en favor de los alumnos con discapacidad, evidenciando que ninguno de ellos debe ser excluído del proceso de integración; la identificación de las discapacidades con un perfil diagnóstico progresivamente actualizado; una propuesta de planes individualizados; la conformación de equipos de trabajo; la especialización para profesores de apoyo; etc.
¿Cuáles fueron los resultados de esa política en el caso de los sordos? He aquí algunos datos concretos, por demás significativos, sobre aquella situación, tomadas a partir de algunas investigaciones realizadas por el Departamento de Neuropsicofisiología del Instituto de Psicología del Consejo Nacional de Investigaciones de Italia (por ejemplo, Rampelli, 1986; Caselli y Rampelli, 1989):
Sólo el 50% de los niños sordos integrados a la escuela común habían sido diagnosticados dentro de los primeros dos años de edad.
El inicio de algún tipo de trabajo reeducativo se había comenzado, en el 45% de los casos, recién entre los 3 y los 6 años de edad.
El 67% de los niños sordos no tenía ningún contacto con otros niños o adultos sordos.
El 52% de los niños comenzó su educación sólo al nivel de la escolaridad primaria.
El 68% de los niños usaban una gestualidad espontánea.
El 85% de los niños no tenía ningún conocimiento de la lengua italiana de señas (LIS)
La gran mayoría de los niños y adolescentes sordos investigados no poseía una competencia lingüística básica en lengua oral y en lengua escrita, condición mínima requerida para asistir a clases regulares y para comprender, aunque sea, la información superficial del currículum escolar.
En cuanto a esto último, en una encuesta realizada por los autores mencionados, con más de cien profesores -en cuyas aulas había niños sordos integrados-, se encontró un elemento tan reiterativo como curioso y alarmante. La pregunta era: "¿En qué porcentaje reducen o simplifican los contenidos curriculares para el niño sordo respecto de sus compañeros oyentes?. Las respuestas indicaban un 80% de reducción y/o simplificación, por ejemplo para las matemáticas y ese porcentaje aumentaba todavía más en el caso de contenidos de historia, ciencias naturales, geografía, lengua, etc.
También en Francia, a partir del informe Bloch-Lainé de 1968, se ha venido hablando de integración, oponiendo este término a conceptos ambigüos tales como exclusión, marginalidad, grupos minoritarios, etc. En el caso de los sordos se aplicaron políticas concretas para la primera infancia -por ejemplo el diagnóstico precoz y la asistencia a los padres oyentes-, para la infancia y los adolescentes -privilegiando las escuelas regulares o las clases especiales anexas respecto de las escuelas especiales, favoreciendo siempre la integración de los sordos en aulas con oyentes-, y muy débiles políticas para los adultos -medidas parciales en relación al derecho de tener un intérprete, escaso reglamento en lo referido al mundo del trabajo, etc.-
De acuerdo con Mottez (1979) existe en Francia un divorcio extremo entre la política de integración y la realidad y, más específicamente, una contradicción entre los fines de la política, sus medios y sus resultados; en sus propias palabras:
"(...) Es de preguntarse, al final de un siglo de política oralista, hecha en nombre de la integración, si esta política no genera como resultado el agravamiento de aquello que pretende resolver".
El sociólogo francés plantea que es difícil hablar de una integración de los sordos cuando, una vez realizado el diagnóstico, la política consiste en tratar al niño de un modo completamente diferente al niño oyente; por otra parte, la integración a las escuelas de oyentes, por definición, augura a los jóvenes sordos un fracaso prometido y prefigurado desde un comienzo.
Analicemos otro caso: el de la política de integración española. La ley de integración social de los minusválidos de 1982, el Real Decreto de 1985 sobre el órden de la educación especial y la Orden de 1985 del Ministerio de Educación y Ciencia sobre la experimentación de la integración para 1985-1986, ofrecieron el marco legal a la integración en las escuelas comunes (Marchesi, 1990b), y promovieron los siguientes hechos: la disposición de los recursos necesarios para que los alumnos con necesidades educativas especiales puedan alcanzar, dentro del mismo sistema educativo, los mismos objetivos genéricos establecidos para todos los alumnos; la creación de equipos especiales multidisciplinarios para la planificación de las necesidades educativas especiales; el seguimiento de los principios de normalización y de integración; la regulación y la participación de los padres o tutores en las decisiones que afecten a la escolarización de los alumnos; etc.
Más específicamente, en el caso de la integración de los niños sordos (Marchesi, 1990c) la propuesta incluía, entre otros criterios: el equilibrio entre todos los objetivos, para evitar que la adquisición de información y de conocimiento sea el factor central que oriente todo el aprendizaje de los alumnos; la diversidad en las actividades que se realizan, en las posibilidades que se ofrecen a los alumnos y en los métodos que se emplean; la utilización habitual de los métodos activos, de la experiencia directa y del soporte visual de la información; la importancia de la expresión corporal y de la utilización de las manos y de los gestos para la comunicación; la decisión sobre el sistema lingüístico que se va a utilizar con los alumnos sordos; la decisión sobre el tipo de relaciones que el centro educativo va a intentar establecer con las asociaciones de sordos y el papel de los adultos sordos en el proceso educativo del centro.
Si reparamos en los últimos dos criterios presentes en la elaboración del proyecto educativo español para la integración de los sordos a la escuela común, notaríamos dos problemas trascendentales: ¿cuál es la lengua de la educación y cuál es el papel de la comunidad de sordos en la escuela?. Lo curioso es que estos problemas sean planteados ahora, casi ingenuamente, como si nada hubiera ocurrido en el pasado, con la lengua y la singularidad de los sordos. Dicen Silvestre y Valero (1995): "La progresiva generalización de la integración, y en consecuencia, la necesidad de perfeccionarla, ha ido poniendo sobre el tapete la necesidad de avanzar en el conocimiento de la especificidad del alumno sordo para mejor adecuar las estrategias didácticas integradoras a sus necesidades".
Pues bien, esas necesidades no fueron detectadas en el pasado y ninguna decisión importante fue tomada durante los últimos dos siglos en la mayoría de las escuelas especiales, y no hay ninguna razón para que las escuelas regulares lleguen a una conclusión importante al respecto. Por el contrario: considero que la política y la práctica de integración retrasa una toma de decisiones que, al mismo tiempo, ella misma define como de fundamental importancia.
La existencia de la lengua de señas y de la cultura de los sordos determinan, justamente, la especificidad y la singularidad de todos los criterios que se sigan para conceptualizar la educación de los sordos. Y el propio Marchesi (1990b, ob. cit.) acepta que los requerimientos para la integración de los sordos a la escuela común deben ser, entre otros, el conocimiento de la lengua de señas y la presencia de adultos sordos que colaboren con la educación del niño.
Una evaluación de estos contrasentidos aparece en Silvestre y Valero (1995, ob. cit.), al afirmar la existencia de una gran semejanza entre el estilo didáctico utilizado con los alumnos sordos por el maestro del aula común y las prácticas docentes en las aulas especiales. ¡Es que en los dos casos los maestros no usan la lengua de señas y la didáctica se organiza sobre un discurso exclusivamente oral y escrito!
También Díaz-Estébanez y Valmaseda (1995) aportan dudas y proponen modificaciones a la política de integración de los sordos a la escuela común en España, al afirmar que: "(...) También es posible ofertar una educación más ajustada a las necesidades de los alumnos sordos que la ofrecida, hasa ahora, desde los centros ordinarios (...) Se hace, por tanto, necesario reconsiderar la importancia de agrupar a estos alumnos en algunos centros y establecer en los mismos situaciones de aprendizaje que permitan su educación conjunta, procurando siempre el agrupamiento de suficiente número de escolares como para organizar, al menos, un aula de sordos por cada ciclo educativo (...)". Un análisis parcial de este texto permite interpretar, entonces, que después de un tiempo se vuelve a la necesidad de proveer a los sordos un aula -es decir, una escuela-. Aunque sea, como dicen las autoras, dentro de una escuela para oyentes.
Pero tal vez el testimonio más relevante y crudo de la situación de los sordos integrados a la escuela común, sea la denuncia de la Federación Ibérica de Asociaciones de Padres y Amigos de los Sordos, y la Confederación Nacional de Sordos de España, sobre el fracaso objetivo de esa estrategia en cuanto a los logros escolares prometidos y la situación aún más empobrecida en relación a la situación comunicativa y emocional de estos niños (Pinedo, 1987).
¿Qué conclusiones podemos extraer de los proyectos y las realidades de las políticas de integración de los sordos a la escuela común?
Me parece que toda política de integración que no considere las diferencias comunicativas, lingüísticas, cognitivas y culturales de los sordos, se parecerá más bien a una política de asimilación, imponiéndoles una persecusión desenfrenada y desenfadada hacia la normalidad, hacia la homogeneidad y hacia la pérdida de sus singularidades. Y con esto no se discute la idea que ciertos grupos de niños con necesidades especiales aprovechen, parcial o totalmente, las experiencias de integración a la escuela común. Pero el caso de los niños sordos es diferente: a causa del déficit auditivo la gran mayoría de ellos no está en condiciones de adquirir naturalmente la lengua oral de la comunidad oyente; esa lengua no se constituye en el instrumento esencial de su pensamiento y en herramienta para la socialización y el desarrollo de la personalidad. Pero los sordos, demostrándole a la humanidad una forma particular de inteligencia y de compensación funcional de un déficit, han creado, desarrollado y trasmitido de generación en generación una lengua, la lengua de señas, cuya modalidad de recepción y producción es viso-gestual. Sin embargo, toda la pedagogía especial del último siglo ha ignorado virtualmente este hecho, y las políticas de integración no hacen otra cosa que reproducir y profundizar esta ignorancia. Como todo niño, también el niño sordo tiene un derecho inalienable: el de adquirir una primera lengua sin condicionamientos y sin paternalismos; el de poder usar esa lengua libremente interactuando con otros sordos; el de poder reclamar para sí que la lengua de señas sea la lengua de su educación. Si integrar significa reunir dos grupos en igualdad de condiciones, la única forma en que los oyentes y los sordos se reúnan es a través del respeto mutuo por sus lenguas. De este modo podría plantearse una interrelación adecuada a varios niveles: escolar, recreativo, laboral, etc. De lo contrario seguirá ocurriendo lo que hasta ahora: todo niño sordo estará obligado a aprender a hablar y a entender la lengua oral de los demás como una condición inexorable para vivir en este mundo. Es decir, se seguirá ignorando que un niño sordo, por definición y por naturaleza, necesita otra lengua, la lengua de señas, para jugar, para preguntar, para estudiar y, finalmente, para asumir roles sociales que el déficit auditivo, ciertamente, no impide asumir.
Una anteúltima reflexión: políticamente -o, mejor dicho, administrativamente- la integración ha sido un éxito en muchos sitios; pedagógicamente la integración ha sido, por lo menos, costosísima en muchos sitios. No se trata aquí de un problema de optimismo exagerado en el primer caso y de pesimismo habitual en el otro. Es que la administración pública cree lo siguiente: aquí está la ley que garantiza que cualquier deficiente tiene el derecho de asistir a una escuela regular, aquí están los equipos multidisciplinarios o polifuncionales que harán la evaluación y aquí, por último, están las aulas abiertas y los maestros que asumen el espíritu de la ley. Ya está todo. Por el otro lado la escuela común tiene delante de sí una ley, unas evaluaciones y aulas disponibles, pero sobre todo, tienen delante de sí a un niño o grupo de niños con necesidades especiales que esperan, junto a sus padres, la garantía práctica de la integración.
¿Porqué existen estas dos miradas tan diferentes sobre una misma política? Pues porque aún cuando se habla de integración -es decir, contra el supuesto auto-apharteid que crea la escuela especial- ese niño con necesidades especiales requiere por lo menos, aún dentro del aula ordinaria, pares con los cuales identificarse, una didáctica especial que parta de sus habilidades y no de su deficiencia, una pedagogía especial que incluya temas culturales, recursos especiales, maestros especialmente formados. Pero las dos miradas se resumen en un único hecho: la responsabilidad por el éxito o el fracaso de la integración es, en primera y última instancia, de los maestros que tienen niños integrados. La investigación de Garcia y Alonso (1985) es buen ejemplo en este sentido: ellos demuestran que todo el sistema de integración depende, en realidad, de las actitudes de los maestros; una actitud positiva permite una mejor integración, mientras que una actitud negativa genera el efecto contrario.
Y no se trata de decir simplemente que la escuela común socializa, pues muchos niños con deficiencia necesitan algo más que el espontaneismo y el azar de la socialización con los niños que gustamos denominar normales. El niño con necesidades especiales necesita algo más que un trabajo suficiente sobre lengua escrita, psicomotricidad, pensamiento matemático, o cualquier otra entidad fragmentada e inconexa del conocimiento.
Y hay otro problema, tal vez el más serio y que también implica a la escuela común: si el modelo educativo ordinario no puede asumir las diferencias individuales de los sujetos comunes, si no se concentra específicamente en el objetivo -planteado desde hace ya muchísimo tiempo- de ser una escuela para la diversidad, cómo es posible que pueda siquiera imaginar un espacio real -insisto, no físico, sino lingüístico, psicológico, cultural y social- para aquellos que incluso están afuera de la diversidad y de las variaciones individuales y, aún más, que presentan diferencias interindividuales por más que insistamos en clasificarlos en grupos, con criterios tales como: igual deficiencia, igual desarrollo -o igual limitación de sus capacidades-.
El concepto de necesidades especiales implicaría, por otra parte, todo un debate ideológico sobre la definición de los problemas de aprendizaje, y, por otra parte, toda una discusión fáctica sobre los recursos educativos pertinentes. Si un niño con necesidades especiales es aquel que presenta problemas de aprendizaje, si estos problemas de aprendizaje requieren de un tipo de atención específica, y si para ello se necesitan mayores recursos educativos, no estamos pues ante un problema sino más bien de frente a, por lo menos, tres problemas: ¿Qué es un niño con necesidades especiales? ¿Cuál es la atención específica de la que se habla? y, por último: ¿quienes son los que la definen?
Por último: resulta imposible hacer un análisis del todo o nada, si o no, en lo que respecta a las políticas de integración escolar. Ese análisis debería incluir, al menos, una secuencia como la siguiente: objetivos generales educativos / objetivos específicos educativos / objetivos de la integración / representaciones sociales sobre los sujetos integrados / representaciones sociales sobre los sujetos ya integrados / actitudes de los maestros que reciben niños en integración - temas culturales específicos / temas culturales globales / política lingüística. Sólamente un análisis de ese tipo nos permitirá hablar con el mismo significado de la palabra y la práctica de la integración. De otro modo, la integración no será otra cosa que una sub-integración en sub-grupos ya históricamente sub-divididos.
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